Le cafè Martin

Sus encuentros transcurrían ante dos tazas de humeante café. Su aroma los envolvía en una neblina fragante que los transportaba a un mundo sin dimensiones en las que sentirse atrapados, sin magnitudes precisas que los limitaran. Ante dos tazas de café humeante en Le Cafe Martin se les escapaba el tiempo y se diluía el espacio al abrigo de la conversación. Le Cafe Martin era su espacio y era su tiempo, fuera ya no había nada que pudiera interesarles. Ése era el lugar donde eran ellos, donde no había reservas ni pudores, donde lo más recóndito de cada uno afloraba sin freno ni medida. Hablar. Qué hermoso era hablar en ese lugar que tenían como propio, en ese acogedor y exclusivo Cafe creado por y para ellos. Fuera transcurrió el tiempo. Y se les coló por alguna rendija de silencio. El tiempo invadió Le Cafe Martin y ya nada fue lo mismo. Se les coló por alguna rendija de silencio el espacio y tomó sin asedio previo Le Cafe Martin, y ya nada volvió a ser lo que era. Las dimensiones reales cubrieron su mundo sin dimensiones ni límites y lo destruyeron. No supieron evitarlo. ¿No quisieron? Tal vez pensaron que, a pesar de todo, de todos modos ocurriría... Siempre les quedaría el poso de tristeza, nunca les quedará París.

A través de la ventana


Sonsoles
Visto lo visto (link en la imagen)


Viéndolo siempre todo a través de una ventana. Vivir sin vivir, protegido tras un cristal que le aisla del dolor pero también del gozo. Contemplar en la distancia, en la seguridad que le proporciona su voluntario encierro. Quién sabe si un día vencerá su miedo, arrojará la pereza lejos y saldrá, se zambullirá en la vida.


La Luna. Lo busqué en el diccionario: LUNA. Astro, satélite de la Tierra, que alumbra cuando está de noche sobre el horizonte.Lo busqué en la Enciclopedia: LUNA. La Luna es el único satélite natural de la Tierra. Es el astro más cercano a nosotros y el mejor conocido. Su diámetro es de menos de un tercio del terrestre (3.476 km), su superficie, una decimocuarta parte (37.700.000 km²), y su volumen alrededor de una quincuagésima parte (21.860.000 km³).Y en mis recuerdos: LA LUNA. Mi meta; mi sueño: alcanzarla un día.Y al fin lo busqué en mi corazón: LA LUNA. Lugar mágico e inaccesible, salvo para nosotros dos. Territorio ubicuo e inexplorado donde tal vez un día podamos dejar la huella de nuestros cuerpos amándose, fundiéndose al calor abrasador de una pasión sin límites ni trabas. Y entonces la LUNA será aún más mágica y misteriosa, será más hermosa aún y más lejana para todos, salvo para nosotros dos.Desnúdate, muéstrame tu cuerpo, que quiero conocer tu alma. Déjame saberte y pisemos la LUNA, esa luna nuestra y sólo nuestra, tuya y mía, que nos espera para no sentirse deshabitada y triste. Ven conmigo y habitemos la LUNA.

Voyeuse


Bendito aislamiento que le permitía tener las ventanas libres de persianas y cortinas en la seguridad de que nadie podría verlo.
Aquella escultura viva de alta estatura y proporciones perfectas estaba muy lejos de imaginar que alguien lo observaba. Pero así era.
Ella, la mujer de la casa del cerro, dedicaba su tiempo a contemplarlo a través de un telescopio que cuando se instalaron allí no quería; accedió al fin a tenerlo porque su marido estaba interesado por aquel entonces en la astronomía; un gusto que, como todos los suyos, fue pasajero y breve. Allí se quedó el instrumento y ahora lo utilizaba ella para fines que su esposo no hubiera sospechado jamás.
Desde su puesto de observación tenía acceso visual a todas las habitaciones de la casa del joven, salvo a una.Tampoco podía ver la entrada. Y allí, ante la lente cómplice, pasaba todas las horas que el joven estaba en su vivienda. Le gustaba contemplarlo durante el aseo, y cuando se duchaba, le excitaba contemplarlo cuando él satisfacía sus más naturales necesidades. Lo miraba cuando comía, y cuando arreglaba su casa, sin más ropa que unos boxer; lo observaba cuando el joven se sentaba a la mesa y comía mirando la tele, y cuando, arrellanado en el sofá veía una película para entretener sus noches solitarias. Lo miraba dormir, y masturbarse tumbado sobre la cama.
Ella, una mujer de madurez espléndida, frígida para un marido que complacía el menor de sus caprichos sexuales, incluso aunque le humillasen o le causaran dolor físico, se excitaba hasta el clímax ante la contemplación absoluta de un joven que realizaba sus actos cotidianos con la naturalidad del que no se sabe observado.
No siempre tenía ella ocasión de dedicarse a esta furtiva contemplación de una escultura cincelada en carne viva. No siempre estaba el joven en su casa ni faltaba siempre de la suya el marido desavisado.
Esa tarde ella estaba inquieta; llevaba unos días sin poder verlo. Mientras preparaban la mesa para cenar, su marido le dijo que después bajaría al Casino, a echar una partida nocturna de mus. Naturalmente, ella no puso inconvenientes. Con su mejor sonrisa le animó a hacerlo con la indicación expresa de que no se apresurase en volver, que ella estaría bien y comprendía que el juego suele prolongarse más de lo que uno prevé.
Después del café de sobremesa, la mujer se quedó sola. Miró por la ventana y vio a su marido bajando por el camino en la vieja moto que sólo utilizaba para eso. Recogió deprisa y fue a su dormitorio. El joven estaba en su casa, había luz en algunas habitaciones, pero pasaba el tiempo y no aparecía ante su vista. No podía más, tenía que verlo. Cuatro días sin contemplar aquel cuerpo desnudo la habían llevado a una impaciencia extrema que no podía soportar más. Tomó una decisión en cierta medida audaz. Rebuscó en el armario de los trastos unos prismáticos y, con el binocular colgado al cuello, bajó un trecho de cuesta hasta que encontró un buen lugar para observar: lo bastante alto para tener buena visión y lo bastante alejado para que no se la pudiera ver a ella. Allí se situó y a simple vista pudo darse cuenta de que el joven no estaba solo. Había alguien con él; estaban en la habitación que desde la casa del cerro quedaba oculta; ahora la mujer descubrió que se trataba de un estudio en el que también había una cama. Y allí, en el lecho, dos cuerpos yacían abrazados y realizaban todos los juegos previos al coito. La mujer sintió una extraña excitación; colocó las lentes ante sus ojos y miró con avidez; aunque la visión no era clara por la escasa calidad de los prismáticos y por el difícil escorzo que mantenían las figuras, acertó a descubrir que la pareja del joven era otro hombre; eso la sorprendió sobremanera, no se le había pasado nunca por la cabeza la posibilidad de que fuera homosexual; y le provocó una excitación aún mayor; sentía un calor abrasador que le subía desde el epicentro al corazón y le nublaba la cabeza. Y siguió observando. Aquellos dos cuerpos masculinos se movían con compenetración perfecta y los besos que intercambiaban eran tan apasionados que la mujer casi podía sentirlos en su propia boca, profundos y húmedos, haciéndole gemir de gusto. Siguió contemplando la escena hasta que le sobrevino el clímax, pero ellos aún se demoraron un tiempo. Y cuando por fin se separaron y ella pudo verlos, la impresión estuvo a punto de bloquearle la mente: el amante solícito y apasionado del joven que ella anhelaba era su marido. De pronto comprendió ausencias y razones que sólo eran excusas. Comprendió de repente y de una vez por qué su marido aceptaba una esclavitud sexual respecto a ella que sólo podía humillarlo: de esa forma purgaba él su sentimiento de culpa por el doble engaño.Repentinamente, soltó una carcajada; acababa de darse cuenta de una cruel ironía: era la primera vez que alcanzaba un orgasmo gracias a su complaciente marido. Y rió y rió hasta que lágrimas amargas le anegaron el rostro y comprendió que acababa de dar el salto al abismo terrible de la locura.

Raquel Méndez Primo, 2006

Amor verdadero


Nunca recibirás, amor, la rosa blanca que desearía dejar cada mañana sobre tu mesa para alegrarte la jornada; no recibirás nunca en tu casa la docena de rosas que desearía enviarte cada tarde para que su belleza y su fragancia la impregnaran. Nunca, mi amor, verás en mis ojos lo que siento ni mi voz dejará traslucir cuánto te amo. Querría cogerte de la mano y pasear, compartir contigo un café, una sesión de cine, una cena romántica en cualquier lugar encantador... Querría poder compartir tus desayunos y tus noches, caminar contigo bajo la lluvia, querría hacer todo eso que hacen los demás enamorados. Pero nunca te diré "Te amo". Ni te daré ninguna muestra de mi amor.


¿Qué pensarías si, al llegar cada mañana a tu trabajo, vieras adornando tu mesa un rosa blanca? ¿Qué sentirías al recibir cada tarde una docena de rosas sin saber quién las envía? Tal vez empezarías sintiéndote halagada, comenzarías a imaginar un romántico caballero enamorado al que terminarías deseando conocer; probablemente intentarías descubrir la verdad y quizá llegarías hasta ella. ¿Qué ocurriría entonces? Sufrirías, sin duda. Y yo te quiero demasiado para hacerte el menor daño. O tal vez te inquietarías y te invadiría el temor, podrías llegar a creerte objeto de deseo de un desequilibrado del que no sabrías qué esperar. Te amo demasiado para robarte la tranquilidad.
Seguiré ocultando lo que siento porque no tengo otra salida. Es así de duro y de sencillo. Seguiré amándote y no te lo diré ni te lo demostraré nunca por una razón que sin duda entenderías: yo soy lesbiana; y tú, una hermosísima hetero dotada de exquisitas imperfecciones que te hacen única y PERFECTA.

Raquel Méndez 2006

De soledades y desazón


Se sentía solo. Encendió el ordenador y se conectó al messenger con la esperanza de encontrar a alguien con quien hablar. No necesitaba desahogar penas, ni hacerle confidencias a nadie, no necesitaba hombro sobre el que llorar, sólo charlar, un interlocutor que leyera y del que leer cuanto tuviera a bien teclear. Nadie de entre sus contactos estaba al otro lado.
Con una extraña desazón, fue a la cocina y sacó de la cerveza un botellín casi helado; se dirigió de nuevo a su estudio y volvió a sentarse frente al ordenador. Nada había cambiado en ese par de minutos. Revisaría el correo, tal vez tuviera algún mensaje que responder. Escribió su contraseña y comprobó que todo era antiguo, no había entrado nada aquel día. Empezaba a sentirse un poco agobiado. De pronto recordó algo que le había dicho un compañero de trabajo unos días atrás referente a la existencia de algo llamado blogs, un espacio en la red donde uno podía escribir todo aquello que se le ocurriera. Pensó que quizá fuera interesante o cuanto menos entretenido curiosear en algunos, pero no tenía idea de por dónde empezar. Fue a la barra del buscador, tecleó la palabra "blogs", pinchó en el primer resultado, "Crea tu propio blog". Decidió probar, tenía ciertos conocimientos de informática, aquello no podía ser muy difícil. Eligió una plantilla, buscó la manera de empezar a escribir y al fin se encontró ante un recuadro que con su impoluta blancura le invitaba a ello. Se quedó allí, mirando la pantalla y bebiendo cerveza durante unos minutos en los que su mente parecía vacía de cualquier pensamiento coherente. Dio el último sorbo al botellín y al mismo tiempo que éste se vaciaba se llenó de repente su cabeza con una frase que fue el comienzo:

"Se sentía solo. Encendió el ordenador...."

© Raquel Méndez Primo, 2007

Relato erótico


Se abrazaron sosegadamente. Se enlazaron estrechamente, sin brusquedad y sin prisa. Luego, una mirada cómplice y los besos: besos breves y suaves, uno, otro y otro más; tras ellos, un beso lento, húmedo y profundo que se prolongó mientras ella le desabrochaba sin verlos los botones de la camisa, acariciando cada milímetro de la piel tibia que iba quedando al descubierto. Y ahora él le descubre los hombros, los besa, sube despacio por el cuello, lamiendo esa piel que tan bien conoce, se demora en el lóbulo de la oreja, le respira en la nuca, donde sabe que a ella le excita... Se despojan uno a otro de todo lo que les impide amarse cuerpo a cuerpo, piel con piel. Desnudos, se echan sin dejar de abrazarse. Se regalan besos y miradas, él le acaricia con su sexo cada milímetro de su piel suave y blanca, ella se lo besa y juguetea con ello entre sus labios. Ahora él se desliza por sus senos y su vientre hasta el recóndito rincón oscuro y placentero que ella le ofrece para que pose en esos labios los suyos de hombre en celo. Y él acepta el íntimo ofrecimiento y posa allí sus labios, y lame con fruición lo más oculto de ella, que gime y goza de la húmeda caricia de esa lengua cálida y apasionada. Él retrepa hasta sus pechos y los acaricia y aspira su olor único y los besa para después lamer la areola rosada y los pezones erguidos. Ella escapa y, ya sobre él, recorre su espalda acariciándola con la punta húmeda de la lengua con toques diestros y precisos, deslizándola por su espina dorsal hasta el borde de las nalgas. Allí se detiene y le mordisquea juguetona los glúteos, mientras él se excita más y más. La pasión va invadiéndoles las venas y se les hace sangre. Ella lo retiene entre sus caderas, se enredan sus lenguas en un beso inacabable y él la penetra con delicadeza inesperada. Se mueven rítmicamente, y cada embestida les arranca un gemido de placer incontrolable. Ella le recorre la espalda con las manos una y otra vez y se detiene ahora en sus nalgas, acaricia largamente la hendidura y él apresura el movimiento; ella le penetra ahora y él cree morir de placer, perdido entre sus piernas suaves e interminables y presa de los dedos incisivos y sabios de la mujer a la que desea como nunca antes deseó a otra. No hay mundo, no hay tiempo ni hay espacio, se ha detenido la vida, se ha concentrado como una esencia en ese largo instante de pasión infinita y devoradora. Ella acaricia su interior y él la ama con su sexo y con todos sus sentidos exacerbados por el gozo que ello le proporciona. Gime ella sin tregua, gime sin tregua él y llega el éxtasis: un doble alarido de placer desemesurado hiere el aire y ellos ahora descansan abrazados amándose de otro modo.

© Raquel Méndez Primo 2006

Playa del Sur


Fotografía: Playa del Sur (Michael Khan)

Todo sucedió en una Playa del Sur. Me enamoré, se enamoró. La diferencia de edad no era un obstáculo para nosotros. El verdadero problema era la actitud de su hijo. Vivían juntos en la casa de la playa, con absoluta libertad ambos, pero con la semi-dependencia emocional que supone una relación de auténtico amor. Su hijo no me aceptaba, creía que no era más que una cazafortunas que pretendía, y lo había conseguido, engatusar a su padre para vivir a su costa. Su padre no era un multimillonario, pero sí disfrutaba de una holgura económica que podía convertirlo en objetivo de ese tipo de mujeres, así que yo comprendía la actitud de ese hijo cariñoso que, en realidad, lo único que pretendía era proteger a su padre de lo que él creía una relación peligrosa. Esa comprensión facilitó las cosas cuando decidí marcharme. Le expliqué mis razones:

- Tu hijo no me acepta, lo sabes. Y si no me acepta terminará alejándose de ti y eso te hará daño. No quiero que eso ocurra. Te quiero demasiado para hacerte pasar por eso. Lo mejor es que me vaya.

Intentó convencerme, pero seguí haciendo mi maleta. Cuando lo tuve todo listo, él me ayudó a cargarla hasta el coche. Nos abrazábamos sin ser capaces de separarnos cuando oímos unos gritos acercándose y haciendo resonar mi nombre. Su hijo llegó hasta nosotros.

- Papá, me gustaría hablar un momento con ella- pidió.

Su padre, sin excusas absurdas, se alejó. Y entonces, cuando él ya no podía oírle, el hijo me habló:

- Lo siento.

- ¿El qué?

- Mi actitud. Soy un estúpido. Estaba totalmente equivocado contigo.

Algo en mi rostro debió de sugerirle la pregunta que no formulé. Y respondió a esa interrogación muda.

- Oí accidentalmente vuestra conversación. Ahora sé que le quieres. No sé cómo no lo vi antes. Al fin y al cabo, le queremos los dos, eso tenemos en común. Es un buen punto de partida para que seamos amigos. Por favor, quédate.

Le sonreí y saqué la maleta del coche en silencio. Me sugirió que le diéramos a su padre una sorpresa. Él se adelantó para prepararla.

Lo seguí y esperé en el porche, donde su padre no pudiera verme, el momento oportuno para reaparecer.

Cuando entré y vi sus ojos, supe que ya no volvería a separarme de él, que siempre nos amaríamos en la solitaria, tranquila y preciosa Playa del Sur.


© Raquel Méndez Primo 2006



Oigo el estimulante gorgoteo del líquido bullendo en la cafetera, subiendo desde el depósito inferior hasta casi rebosar. La retiro del fuego y aspiro ese aroma vivificante y único que despierta mis sentidos aún algo embotados por el sueño de una noche que casi ahora vio su fin. Cae el líquido oscuro y caliente en el pote como del caño de una fuente de manantial vitalizador y saludable. Le añado leche y el color va aclarándose mientras remuevo el café con la cucharilla, hasta adquirir un tono ligeramente más suave. Ya está listo para saborearlo. Nada de azúcar, un buen café manchado y casi amargo, para empezar a vivir otro día. Mientras tomo el café, sin prisas, veo a través de la ventana cómo el sol va elevándose despacio allá, en la línea de un horizonte casi oculto por árboles y casas de fachadas blancas. Está naciendo la mañana y yo renazco a este nuevo día gracias al sabor fuerte y tonificador de la infusión. Aspiro su aroma delicioso, todos mis sentidos se recrean en cada sorbo. Prolongo este primer momento del día, bebo despacio, deleitándome con el sabor y el olor de este manjar líquido y exquisito. El silencio envuelve este rito solitario y placentero. ¡Qué calma! ¿Cuánto durará? Lo que dure el silencio, lo que dure el placer de este primer y solitario café de la mañana.


© Raquel Méndez Primo 2007

Añoranza

Ahora que estoy lejos, amor, todo mi cuerpo te añora. Añoran mis oídos tu dulce acento, el son dulce de tus palabras. Añoran mis ojos la luz de los tuyos, amor. Añora mi boca tus besos. Añoro el olor fresco de tu piel y su tacto tibio y suave. Añoro el peso de tu cuerpo sobre el mío, el latido de tu corazón sobre mi pecho. Mi cuerpo no existe si no lo modelan tus manos, cuando ellas lo dibujan cobro la conciencia de mí misma, la conciencia de mi cuerpo modelado por tus manos, amor. Ahora que estás lejos, mi bien, te añoro. No me olvides.

Hastío


Tenebrismo (Raquel Méndez)


Ante los ojos, sólo sombras. El alma deshaciéndose en jirones nominales, cheques canjeables por tristezas. La vida deshaciéndosele en lluvias infecundas. Y la muerte haciéndole el cortejo, en un frustrado juego de seducción. El peso de un inmenso hastío haciendo ceder todo bajo sus pies.

Esa noche tuvo en sus manos la muerte, redonda, blanca, diminuta y múltiple. Pese a su aparente levedad, resistió el único hilo de cordura sobre el que aún se mantenía en un frágil equilibrio casi imposible.

Venció, y sintió el pánico de lo no ocurrido. Resistió el hilo. Pudo no haberlo hecho. Y entonces se habría sumido en la nada.

Se vio a sí misma penetrando la tiniebla de la locura, sin consciencia ni miedo, ni sentimiento alguno. No era terrible, no era pavoroso, ni temible, no era NADA.

Del amor y la guerra

Un aire saturado y picante cercaba el horizonte azulado que poco a poco, pero en un corto espacio de tiempo, había ido palideciendo hasta dejar su faz, tan lejana sobre sus cabezas, del color gris de la ceniza.

Correr, ¿por qué no? La huida era lo mejor. Pero no acertaba a comprenderlo. ¿Quería realmente huir?

Verde y amarillo, ocre robusto la sostenía. Sintió sus pasos. No quiso volver la cabeza. Deseaba jugar. Se dejaría sorprender. Lo suyo no fue un saludo. “¿Qué haces aquí?” “Es mi rincón” “También el mío” De los dos. “Pequeña embustera”, pensó él.

Aplastaban la hierba con sus pasos despaciosos y tranquilos, sus sombras ennegrecían el azul del río, la vegetación.

Lo sabía, y también sabía que había hablado con su hermano al respecto. “¿Qué te ha dicho?”, inquirió ella. “¿Por qué quieres saberlo?” Se lo dijo. “Cuídamela” . “¿De veras te pidió eso?” Una afirmación y los ojos de ella húmedos de lágrimas saladas, dulces. La lucha les caía lejos ahora, tan lejos...

Vibraba el aire, les cortaba los oídos. Lucha, lucha, lucha... lanzas de luz surcando el aire, fuego, rabia, hay que sobrevivir. Pies ligeros, armas pesadas, carreras, gritos, casi histeria. Hay que sobreponerse. ABANDONAR ES MORIR.

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Sentía su fuerza. Con él a su lado todo era más fácil. Descanso: la cabeza reposando en su hombro y una suave caricia de su mano recorriendo su pelo. Desaparecía el miedo, el miedo por sí misma. Su miedo de ahora era más intenso, su miedo de ahora era más doloroso: miedo por él.

No lo intentó. Se le ocurrió de pronto. Hebras de plata, sonrisa cansada, sonrisa serena: la paz. Y ella a su lado, hormiga y cigarra, el equilibrio.

Había sido larga su búsqueda, su objeto y su fruto pequeño y maravilloso, blanco y redondo, ella ya siempre, el reposo del guerrero.

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LA LUZ CASI OFENSIVA LE DAÑÓ LOS OJOS.

Mandarina de luz emergiendo entre olas verdes difusas, sonrisa curvada que empezaba a dibujarse amarilla y esplendente. Es el hermano. La vida le desbordaba los ojos verdes, los hombros fuertes y anchos, los músculos poderosos y bellos, y se expandía alrededor.

Centro de todo. Su muerte sería el final.

“La lucha sigue. Comienza y acaba cada día. El mundo se me escapa. Voy a perderlo todo. ¿Todo? ¿Y qué me queda? Sí. Me queda. El amor, la lucha, el mundo. Matar o morir, no me gusta”

Silencio en torno. Serenidad. La saborea, daiquiri, cocktail exótico de gusto dulzón y pegajoso, bueno para un instante. Tranquilidad bañada por olas amarillas, paladearla una hora, dos.

El viento susurra apenas “paz... paz...” “Interior... interior...”, piensa él, el hermano.

Gigantes imponentes lo vigilan, con uno, dos, cien mil ojos verdes que mece el viento. Gigantes sinuosos. Aquí zumba una abeja. “Miel” Ya no hay tiempo ni espacio, sólo aquí y sólo ahora. Su rubia cabeza adormecida despierta al mundo nuevamente.

Recuerda.

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SEMBLANTE OSCURO, PROBLEMAS.

Hay que pensar. “¿Qué posibilidades tenemos?” “Cuatro. No me convence ninguna: demasiada necesidad de suerte” Las exponen, las discuten, las funden en una y la llevan a cabo. Lo consiguen. Repasan a pesar de todo los errores. La próxima vez no los cometerán. “Serán otros. No hay plan perfecto”, “Agorero”, le replican. “Dejad ya eso”, dice el hermano. Él hace caso, por una vez. Ella sonríe y manifiesta su acuerdo.

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Ya acaba el día. Se apagan las luces. En muchos lugares de la ciudad duermen estrellas eléctricas. Tras el parpadeo se cierran los ojos eléctricos, uno, otro, otro: el reino de las tinieblas, el reino de la oscuridad.

Cuerpos tendidos, sombras negras.

La luna acaricia las sábanas. NOCHE DE VERANO. Ventanas abiertas, calor. Ventanas cerradas, miedo. Tregua. Caricia blanca de luna sobre las sábanas blancas, sobre los cuerpos blancos tendidos. Respiraciones profundas, respiraciones inaudibles, respiraciones acompasadas. Todos duermen. La ciudad descansa. Tregua. Una sonrisa: un sueño feliz. La sonrisa, el sueño de muchos rostros, de muchos corazones. Dentro y fuera, calor.

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El hermano, ella, él...

Un rostro afrutado de óvalo lleno y nariz tensa, una boca de fresa sonríe al hermano. Fruto jugoso que se abre para recibir un beso. “BUENOS DÍAS”, saluda eI hermano a la novia.

El hermano, la novia, ella, él... También el chico, la chica... Están todos.

Flores, un beso y una canción en el día de su cumpleaños. “Aquí estorbas”, dice ella, “Ya me voy”, dice el hermano. Y los deja solos.

“Aquí estorbas”, y al decirlo la risa le baila en los ojos.

“Ya me voy”, y el hermano tiene risa en los ojos, sonrisa en la boca.

Un abrazo y un beso. Una mirada y una sonrisa. Sus labios se buscan, se unen sin avidez, despacio, tiernamente, lo saborean como se saborea la miel, clara como ellos, dulce como su beso.

Quietud, el lenguaje de los ojos es silencioso. Se elabora directamente en el corazón, puro como el sentimiento, puro sentimiento. Aroma de celindas en el jardín y allí bromas y risas, tintineos de cristal labrado.

El profeta propone un brindis que todos corean, ella, él, el hermano, la novia, el chico, la chica, el profeta...

Un día feliz: también en medio de la guerra crecen flores.

“Lo bueno y lo malo. Si todo fuera tan sencillo...”, piensa ella. Un torbellino de sentimientos la acongoja a veces, pero no ahora. Ahora es feliz. Ahora siente... presencias queridas, paz. La miran los ojos duros y profundos de él, la miran los ojos verdes del hermano. Sus ojos negros miran todos los ojos. Miradas directas, seguras y suaves. Caricias irisadas por el sol tras los cristales. El cielo está pintado de azul intenso, las nubes de un blanco intenso son sábanas lavadas y puestas a secar al sol sobre hierba azul, cielo azul intenso, y otras nubes, rizadas, ovejas que pastan en un prado azul herido por lanzas amarillas.

“Acariciado por manos amarillas”, piensa ella.

La vida es una fiesta. “La vida es una fiesta, a pesar de todo. Y nosotros en medio. Nosotros damos la fiesta. Farolillos, globos, serpentinas en el negro lienzo de la noche de verano, sembrado de luces de plata. Música, champán, juegos. ¡Esas noches de verano...!”, suspira ella.

Ciudad abierta, no hay toque de queda. Pero sólo es una apariencia. Está llena de él. Y él es una canción, un gesto, una pincelada azul en la ceniza esparcida sobre su cabeza, está en el aire y lo respira, flor de recuerdo, él...

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EN EL FRAGOR DE LA BATALLA SUS BOCAS SE UNEN PARA VENCER A LA MUERTE. Fuego alrededor, lenguas de muerte rojas y amarillas siembran la destrucción negra y quebradiza.

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Remolinos de espuma blanca, torbellinos de viento blanco, nubes en el mar azul, el cielo de otro día.

Siente en su cuello la mano de él, una mano fuerte y áspera como él mismo, pero suave para ella.

Muchas veces las palabras desencadenan sentimientos. Él lo intuye y no cesa de decirle “TE AMO”

Desliza las palabras en su oído y el sol filtra sus rayos a través de las nubes en la tarde de verano.

“Te quiero”, le dice, y con sus labios recorre el oscuro camino de su pelo, el camino claro de sus sienes, sus mejillas y su cuello hasta unirlos a los de ella con ansia de infinito y de eternidad, con el deseo salvaje de prolongar para siempre su felicidad de ahora, la unidad en ella.

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“Sentía su cuerpo contra el mío, el peso de su cuerpo contra mí. Me cortaba la respiración. Respiraba su aire, VIVÍA EN ÉL. Pude sentir rodeándome sus brazos temblando de agitación. Me abrasaba y temblaba también. De repente -unidad de espíritu- cesó nuestro ímpetu, la pasión cedió a la ternura, que se alzó entre nosotros como una colmena rebosante de miel. No sé si me gustó, pero me sentí feliz. Las palabras no me bastan para expresar lo que sentí, lo intensamente que me sentí mujer y feliz de serlo” , le dijo al hermano.

Y el hermano sonríe burlona y dulcemente.

Querría preservarla del dolor que intuía, pero no podía. La amenaza tendría que cobrar forma y entonces sí, defendería a su hermana contra ella y contra todo.

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Rugidos de guerra rasgaron el velo de la noche. LE CAE SANGRE A LA NOCHE DE VERANO y salpica la alegría quebrada de la luna.

Prima la acción. Explosivos. Salta la puerta. Paso franco. Unos pasan, otros los cubren. Defienden sus vidas con lanzas de luz, puente de destrucción entre dos orillas de un río turbulento y cenagoso.

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Él podía ser brutal, con todos incluso con ella, salvo con ella. “¿Por qué tienes que ser tan brutal? ¿Es que no sientes nada?”. El silencio por respuesta. “Lo siento”. Él pregunta: “¿Lo has comprendido?” “Sí, pero necesito llorar para desahogarme”. Guardaba en exclusiva su ternura para ella.

No era una máscara, su frialdad era parte de su naturaleza. Y ella era una brasa. Lo amaba tanto que hubiera sido capaz de renunciar a él si eso le hubiera hecho feliz. Lo amaba tanto que la consumía la espera de esos momentos en que él sacaba a flote su reserva de ternura y la acariciaba y la besaba y la abrazaba con tanta fuerza como si quisiera reducirla a él.

“Siempre soñé con un hombre que no se le parece. ¡Qué ridículos me parecen ahora mis sueños! Desearía que no fuera tan frío, y sin embargo, lo quiero como es. No comprendo nada. Él me quiere a su manera, no a la mía”, piensa ella.

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El sol quema su nariz cuando al jardín, en su busca, sale el hermano. Brilla despreocupado y reviste de oro los pétalos de las rosas y los ojos verdes del hermano, verdes, uvas repletas de jugo, los jazmines; hilos de oro que se escapan fugaces dejando aquí y allá sus destellos, regalos de vida.

El hermano piensa en su novia. Su novia y la guerrilla, vida y muerte, las dos vertientes de su EXISTENCIA IMPROBABLE.

Ella piensa en él. Cuando están juntos retienen el tiempo en sus manos. El sol, el jardín, recuerda canciones de amor. Todas las letras son su historia. Y la del hermano. Letras de amor y desengaño, de frustración y esperanza.

Se abrió al hermano para recibir su consuelo como se abren las flores ávidas de sol.

Ella era un potrillo salvaje y agradecido.

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OTRO DÍA Y UN NUEVO OBJETIVO cuyo logro le otorgaría sentido.

Él le tocó la mano y ella dio un respingo. Fue un sobresalto tan natural y comprensible como esos gestos espontáneos con que obsequiamos a los demás cuando nos sorprenden con lo inesperado. “¡Ah! Eres tú”, “¿Quién esperabas que fuera?”, se enceló él. “No te había oído llegar”. Válida disculpa, sincera y simple. Le han divertido sus celos.

“Anoche tuve un extraño sueño. Extraño e inquietante”. El relato onírico fue interrumpido antes de comenzar por la novia, que reclamaba la presencia de ambos junto a los demás para desvelar el objetivo del día.

El chico le gastaba bromas a la chica. Los objetos parecían dotados de vida. El ambiente respiraba decisión y dinamismo. El profeta tenía dibujada una sonrisa entre cínica y sincera.

A solas por fin, tras estudiar la estrategia, le contó su sueño.

“Vi abierto un diario y escrita en la cabecera de la hoja una fecha incompleta: veintidós de julio de mil novecientos ochenta... y luego nada más. Después, en el desierto, estabais todos conmigo. Yo no sabía exactamente qué esperabais de mí y me sentía confusa. Por último yo estaba de pie en una balconada de hierro negro forjado que se recortaba al sol sobre una fachada encalada muy blanca. Frente a mí, un árbol que desconozco, frondoso y con un tronco de grosor descomunal, rodeado de un banco de materia imprecisa. En el tronco, enroscada, había una serpiente, pero no me inspiraba repugnancia, sólo indiferencia. Yo gritaba implorando ayuda y tú apareciste detrás de mí y me dijiste: “Te detesto”, y entonces yo me arrojé por el balcón y todo devino en uno de esos agujeros negros del espacio, un agujero negro sin fin y sin tiempo. Pero no sentía absolutamente nada, como si no me estuviera ocurriendo a mí, como si fuera todo una película carente de emoción de la que yo no era más que una espectadora” “No, no soñé una historia. Eran escenas sin ilación”

Él respiró profundamente, bajó los ojos y, alzando la mirada lentamente, la atrajo hacia sí y rodeándole los hombros con un brazo, le besó la frente, mientras ella recostaba la cabeza en su pecho y se relajaba al compás de los latidos de su corazón.

Estaban pensativos y tranquilos, reflexionaban.

Se oyeron pasos, unos pasos blandos y suaves como pisadas sobre tierra blanda mojada. La chica les recordó la hora. La hora de la acción, de la pasión, de la lucha. Llegaría también la del dolor, sin amargura. Pero no era el momento de sentir, no había tiempo, era el momento de vivir, de embriagarse de aventura.

Dejaron una guardia en el cuartel general y salieron todos a acometer una empresa que no era fácil, pero a la que se habían acostumbrado de tal forma que las dificultades, aunque grandes, estaban muy lejos de parecerles insalvables.

Sólo había un medio de destruir el almacén de municiones del enemigo: introducirse en él y colocar explosivos en los lugares estratégicos, que ya tenían bien estudiados.

Ella sabía que la mejor manera, la única manera de retenerlo, era no reteniéndolo, dejarle creer... No ser nunca un obstáculo en su camino; si quería ir, dejarlo marchar sin forzarlo a quedarse; si creía que su puesto estaba allí, apoyarlo sin condiciones, pero plantarle cara siempre, sin sumisión ni flaqueza, saber ser su igual y discutir con él para darle aliciente, no dejarle creer...

Amarlo era un reto.

Lo vio acercarse con el sigilo de una serpiente, reptando sin el más leve ruido, ágil y sinuoso, con el arma en una mano y la otra rascando furiosamente la tierra. Se sintió invadida de un súbito temor tan desgarrador y salvaje que sólo duró un instante fugaz y luego se destruyó a sí mismo.

Él cruzó la frontera metálica y se perdió tras ella. No sintió incertidumbre porque no tuvo tiempo de sentir nada, tan sólo sus párpados cerrándose y algo duro y seco sobre su cabeza, no sintió siquiera dolor. Lentamente, como dotados de la capacidad de intuir por sí mismos, independientes del resto del cuerpo, sus ojos fueron abriéndose sin reconocer lo que entreveían a través de una nebulosa que como un velo aún los cubría. Sintió girar la nebulosa y se vio obligada a cerrar de nuevo los ojos y a respirar con fuerza ese aire que durante un momento le había faltado.

Intentó una vez más abrirlos y esta vez pudo permanecer así el tiempo suficiente para empezar a distinguir los objetos que la rodeaban y recobrar la consciencia de lo que había ocurrido. La habían golpeado cuando... “¡Dios mío! ¿Y los demás?” Entró y... “Y mi hermano y su novia... Tienen que estar bien. Tienen que estarlo”. Era más un deseo que una afirmación. Comenzó a sentir miedo y después angustia.

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No amanecería. Su sangre bullía, rugía, iba a salírsele del cuerpo con la misma furia con que el volcán arroja la lava. Él sabía que la torturarían y él ya había sufrido una vez esa tortura. No sabía contra qué o quién dirigir la rabia que le corroía cada uno de sus miembros, carcoma infernal.

No era posible, había que hacerlo, lo haría, quisieran o no, y el hermano. Piensan. Ella es lo más importante. La decisión en los ojos claros del hermano. La determinación en los ojos duros y profundos de él. Sus vidas por la de ella. Su vida porque ella no sufra ese martirio. Sus sentimientos tenían tan profundas raíces que no se apreciaban fácilmente en la superficie, pero dotaban a ésta de total consistencia. “Voy yo”, dice él, “Voy yo”, dice el hermano, “Es mi hermana”, “Es mi mujer (gesto de extrañeza del hermano), LA MUJER QUE AMO”. Su mujer, como él era su hombre.

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Han penetrado en el recinto burlando la guardia. Él se imagina dónde la tienen. Se encaminan hacia allí. No levantan sospechas. “Cambio de guardia”. Los centinelas han caído en la trampa. Cuando desaparecen, él y el hermano pasan al interior con cautela. Está sola y amarrada, casi consciente, semiinconsciente tras la tortura. Su vista es un puñal que les hiere los ojos y el corazón. “Nena...”, el hermano. Él guarda silencio. La libera de correajes y la toma en brazos, carga leve, mientras el hermano se adelanta para allanar el camino. Avanzan un trecho sin problemas. “Puedo andar” Ha recobrado en parte la consciencia. La necesidad la ha obligado. Pisa el suelo duro y frío y la sensación de inestabilidad le hace apoyar su mano en el antebrazo firme y fuerte de él. El hermano, con un gesto de su mano, les indica que avancen. Un par de veces tienen que sustraerse a la vista de guardias armados que pululan por los pasillos fríos e inmensos, ahora más fríos e inmensos que nunca. Ella se esconde. “CAMBIO DE GUARDIA”, de nuevo funciona el truco de puro simple. Cuando se quedan solos, ella sale y los tres se marchan a toda la velocidad de su potente coche. Ha sido todo tan simple que no parece verdad.

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Sonrisas pintadas frente a un zumo de frutos tropicales, mujeres hermosas. Sonrisas frente a mujeres hermosas, hombres enamorados. Sol en los cabellos, sol en los ojos y la piel. La novia, la chica, ella; el hermano, el chico, él. Sexteto perfecto en el mirador, sobre el promontorio. SUEÑO POSIBLE EN LA PAZ DE LA GUERRA. Juegos y risas alejan el fantasma blanco, rojo, negro, pavoroso. No hay más sombras que las que proyectan cuerpos felices al sol. Sombras amables y alargadas. Vidas amables, vidas alargadas por la dignidad de la tragedia indeseada y necesaria. La libertad, la paz y la justicia. A cada cual lo suyo y compartimiento generoso. Libres para compartir. Hubiera sido posible, al principio, pero ya no, ahora era demasiado tarde. Era todo o nada. Y habían apostado por la victoria, por todo, por sus vidas, su libertad, su casta bravía y emprendedora. Morirían muchos por la supervivencia de una raza.

Ni por un momento habían dudado que merecía la pena, pero no se sentían héroes ni mártires, sólo piezas de un engranaje, miembros vivos y palpitantes de un cuerpo único atacado: todos necesarios y ninguno imprescindible porque conservaban el misterio de su individualidad. Células agrupadas formando órganos que conforman el cuerpo que hay que salvar.

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Un silbido prolongado los pone alerta. Ella, con el arma empuñada y la cabeza girando en todas direcciones, cruza apresuradamente de una a otra esquina. Un movimiento similar es efectuado por el chico en la calle paralela. YA ESTÁN CUBIERTOS TODOS LOS FLANCOS. Transcurren diez minutos de respiraciones profundas y tensas y se oye un nuevo silbido, intermitente esta vez y seguido del ruido sordo de un motor a media potencia. El vehículo se detuvo el tiempo justo y necesario para recoger la carga y al grupo, que subió al interior en cuestión de pocos segundos. Ése fue el momento en que él, al volante, pisó el acelerador hasta el fondo, como si quisiera atravesar el piso metálico del vehículo con el empuje de su pie calzado de cuero negro y ahora sucio del polvo alumínico que cubría el almacén del que acababan de sustraer explosivos suficientes para volar los numerosos edificios capitales de la ciudad.

Estaban hambrientos. La emoción les ha abierto el apetito. La novia y ella preparan, reparten y comparten enormes bocadillos. La chica llega y ayuda. ¡Qué delicia de jamón! Tierno, fresco, tan en su punto.

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Un momento de respiro. Calma. Como una excursión campestre. Césped silvestre, fronda, un río, casi un arroyo un poco grande, corriendo entre dos orillas cubiertas de vegetación. Bocadillo para dos, ella y él. Cogidos de la mano se pierden entre los árboles centenarios. Dejan riendo y bromeando a los demás. Quieren jugar. Risas del agua, risas en el aire como burbujas, como pompas de jabón, iris esférico y transparente.

No supo el cómo, no supo el porqué. En un momento su mente se llenó de puñetazos, sillas volando, jaleo. Era una de esas hilarantes escenas de película, batallas confusas de pillos divertidos, simpáticos y cínicos, peleas con golpes dados al azar sobre amigos o enemigos, imposible saber contra quién se lucha, imposible saber por qué, peleas rematadas por frases ingeniosas y lacónicas.

Lo compartió con él y sus risas estruendosas atrajeron a los demás. Iniciaron el juego, que duró tanto como lo permitió su resistencia. Aburrirse es pernicioso y perjudica la salud física y mental. Tal vez por eso ellos son unos magníficos y sanos ejemplares.

“Luchamos para matar el tiempo”, el hermano hace uso y gala del más sarcástico humor negro.

“Por la libertad y contra el aburrimiento”, corrobora él, riendo y protegiéndose con ambos brazos y echándose hacia atrás, de la chaqueta que ella, en broma y como lúdico castigo, por su frase, le ha lanzado sentada a lo moro frente a él.

La novia repasa el cordón de una de sus deportivas, lo anuda con fuerza, se levanta, se acerca balanceándose al casete, pone una cinta (todos preguntan cuál es, pero la novia, vuelta la cabeza hacia ellos y con la sonrisa pícara y divertida de quien se trae algo asombroso entre manos, se limita a contestar con un “ya lo veréis” y una sacudida de cabeza, de su rubia cabeza pensante). Da al play y el breve espacio de tiempo que tarda el sonido en comenzar a serlo le basta para volver rítmicamente junto a los demás y sentarse. Se oyen ya las primeras notas de “In the mood” “¿Es una alusión?”, pregunta él. Pero no obtiene respuesta: el hermano ha sacado a bailar a la novia. Cogidos de la mano se aproximan y se alejan todo lo que la extensión de sus brazos lo permite, moviendo sus cuerpos al ritmo de la música con la pericia que da la práctica, olvidada casi desde el inicio de la guerra más cruel en la que se han visto envueltos. “La única en la que la mayoría de nosotros ha tenido que tomar parte”, dice el chico. “Gracias a Dios”, apostilla la novia.

Todos bailan Alrededor del reloj. El chico y ella, el hermano y la chica, el profeta y la novia y... hasta él, obligado por cuatro firmes argumentos con cinco dedos cada uno, dos de ella, dos de la novia, a los que se suma la chica. Ahora bailan la novia y él, ella y el hermano, la chica y el chico.

Nueva canción y cambios de pareja: el profeta y la chica, ella y él, la novia con el chico y luego con el hermano.

Todo es alegría bajo el sol, bajo el tapiz azul y verde sobre ellos, sobre la hierba que aplastan sus pies inconscientes; junto al fluir azul y sonoro a su derecha; se despojan de la ropa y quedan en traje de baño. El agua invita. El profeta prepara la cámara, corre a su sitio y la foto se dispara. El chico corre y se zambulle. Cosquillas blancas y rizadas en remolinos avanzan y rompen contra los cuerpos inquietos, dibujan su contorno en anillos perlados y continúan su avance por el lecho arenoso moteado de gorroncillos suaves y redondos. Ella y él se alejan nadando lentamente, allá donde la corriente cesa, se dejan acariciar y envolver por las olas suaves y curvadas que mecen sus cuerpos tensos, sus cuerpos relajados sobre el agua, de cara al sol, mientras los demás, allá donde la corriente arrastra, se salpican, hacen peleas de gallos en equilibrio sobre los hombros anchos del hermano la chica, en equilibrio sobre los hombros fuertes del chico la joven, y nadan como deporte contra corriente.

Ella y él se sumergen y nadan y juegan bajo el espejo del sol, agua limpia reveladora. Cuando vuelven y se unen al grupo, el hermano, Apolo, y la novia, Afrodita de boca rosada, lo han abandonado. El profeta hace una ahogadilla inocente

a la joven, que, riendo, se venga salpicándolo con toda la capacidad de sus brazos, largos y delgados, pero fuertes. El chico y la chica hacen su escapada. El chico es un gran nadador. El sol camina con pereza hacia poniente. Parece como si quisiera hacerles el regalo de aquel último día, improlongable en su naturaleza, largo, inacabable, infinito.

Suena el claxon de la rubia. “¿No tenéis hambre?” El r. saca provisiones del interior espacioso del entrañable vehículo destartalado que habían utilizado para desplazarse hasta allí. Al oír la pregunta, la respuesta es unánime. Salen del agua, corren hasta la rubia y ayudan al r. a sacar los alimentos. “¡Eh!, ¿no venís?”, la joven los llama. “Ya vamos”, responde él. Y ella y él nadan hasta la orilla. Refrescos y zumos en cartón; brasas; el aroma delicioso de la parrilla les despierta el apetito olvidado con el juego. La joven empieza una canción que todos acompañan. El chico va a la rubia y coge su guitarra. La rasguea un poco. “Déjamela”, pide el hermano, y toca una melodía que acompaña con su voz varonil, rica en inflexiones. Los demás escuchan y llevan el ritmo balanceando a derecha e izquierda sus cuerpos de brazos enlazados. En el estribillo, una palmada y un ¡ey! generales. Un aplauso entusiasta al terminar, interrumpido por un alarmante “¡Que se quema!” referido a la carne dispuesta sobre la parrilla y lanzado por la joven, que, con gesto angustiado, protegida su mano por una gruesa tela de guata, se apresura a retirar la parrilla de las brasas negras y ardientes. Olor a carne ligeramente chamuscada, carne veteada de negro allí donde ha recibido el sustento de las varillas metálicas calientes. “Vaya cocineras”, masculla él. Recibe la respuesta que su impertinencia merece. La joven reparte la carne. “¿Y para mí?”, pregunta él. “No te gusta, está quemada”, ironiza la joven. “Corta”. La novia sacude la mano con gesto de dolor. Se ha quemado. El hermano se burla y la chica le da otra porción. Al probarla se quema y repite el gesto de la novia. Es la ocasión de venganza de ésta y le devuelve la misma frase sarcástica que un momento antes le había dirigido.

Anochecer. Horizonte incendiado, el río de fuego y de sangre. “Quedémonos aquí. AQUÍ NO VENDRÁN A BUSCARNOS”, es el deseo de la chica, es el deseo firme de todos.

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“¿De qué son?”- en una mesa frente a la ventana ella deja los bocadillos - “De queso” “No me gusta el queso” “Pues te aguantas”- queja de vicio y respuesta sin enfado-. Risa contenida de él, carcajada leve “¡Cómo me conoces!” “Mejor de lo que crees” Diálogo chispeante y trivial entre bocado y bocado. Pereza bajo el sol de siesta. Contraventanas carnosas que se cierran, caen... caen... Caricia negra, caricia rizada, caricia suave, caricia espesa. Silencio. Trinos. Olor a jazmín y a rosas. El reinado fugaz de la calma. A LAS CINCO DE LA TARDE... Antes de la tempestad... Bochorno canicular, laxitud, descanso, música sutil de fondo. Cuerpos abandonados sobre divanes, cuerpos abandonados sobre sofás, sobre tumbonas, sobre columpios. Sombras tras las puertas entornadas, sombras en el jardín bajo los lilos, sombras tras las persianas bajadas, tras las cortinas echadas, sombras en la terraza, bajo el porche.

Tormenta eléctrica.

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Se ha disipado la pereza. Se ha desvanecido el sueño. Ha renacido el dinamismo. Todo está a punto para empezar de nuevo, CALIENTA EL SOL y el aire juega con las hojas de los árboles meciéndolas aquí y allá con un vaivén suave, meciéndolas con energía. Las ramas de los árboles le hacen verdes reverencias, reverencias del color de la esperanza. Viento templado que se complace humillando a las rosas, ensalzando a las rosas rojas, rosas blancas, rosas. Rosas de té y jazmines de nieve fundida. Es un verano especial que brilla en los ojos verdes del hermano, en los ojos transparentes de la novia, en los ojos duros y profundos de él, con sus destellos metálicos de plata como filo de navaja, en los ojos de ella, oscuros y expresivos. No es la guerra lo peor, pues aún están vivos para quejarse, vivos para luchar. “Después de todo, la Historia es una enumeración, la más siniestra, la más triste, de guerras” Y todos asienten la frase larga y exacta del profeta que el r. no alcanza a comprender del todo, la mano afectuosa de la joven sobre su hombro dibujado a cuadros. Su sonrisa, la sonrisa del r. es especial, limpia como su interior de primera fase, primitivo, incontaminado. Un interior de millones de años capaz de perder horas contemplando una rosa, el vuelo de una mariposa, contemplando el amanecer, una puesta de sol, la noche... Capaz de emocionarse con la sonrisa de un niño, con la mirada de una mujer, ante una muestra de afecto. Todo esto lo sabían sus amigos y por eso lo amaban, sin mérito: era tan fácil hacerlo...

Hasta él, tan poco emotivo, tan frío y tan cortante.

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LA PIEL DE ELLA TENÍA LA SUAVIDAD DE LO NUEVO, y a él le gustaba esa sensación. El hermano le frotó la punta de la nariz con el puño. “Y a ti te habrá gustado oírselo, ¿no?”, le preguntó con picardía y ternura conociendo de antemano la respuesta que ella no le dio. Se limitó a corroborar la afirmación del hermano con una sonrisa dulce y una explosión de cariño en los ojos.

Él se lo había confesado en uno de sus raros accesos de ternura, haciéndola tan feliz que su agradecimiento y su amor enteros le parecían insuficientes.

Recordó cómo había llegado él, de pronto, tan en silencio como toda su actitud posterior. Bruscamente se despertó su amor por él, el mutuo amor, y un pedacito de carne blanca con trenzas larguísimas fue la causa que lo provocó.

Ahora lo pensaba, lo recordaba y sentía resurgir aquella simpatía pueril hacia un par de trenzas larguísimas y una sonrisa pícara y blanca que contenía toda la sabiduría y la intuición del mundo. Porque aquella figura infantil y veraz había sido un desencadenante de algo cuya existencia conocía de antemano, porque en su cabeza infantil el conocimiento de todo estaba intacto, no había sido contaminado por la experiencia que desfigura, borra, oculta. Aquel corazón infantil de trenzas larguísimas fue capaz de percibir lo que ni ella ni él habían descubierto aún, fue un gentil Alí Babá que pronuncio la palabra mágica y desveló el secreto; y la palabra fue ella misma, pequeña, frágil, niña, con aquellas trenzas larguísimas...

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Pudo ver su propio cuerpo abandonado entre los brazos fuertes y queridos del hermano. Su alma había entrado en la máquina del tiempo y ahora estaba años atrás, cuando la guerra no era previsible, cuando aún caía lejos.

Pedaleaba con ganas. Había visto a la puerta de casa el coche del hermano y quería llegar cuanto antes. Abandonó la bicicleta sobre el césped y corrió al interior. Se abalanzó con alegría e ímpetu sobre su hermano. “¿Qué tal? ¿Ya no quieres saber nada de nosotros?”. Hacía cuatro días que no los visitaba.

Siempre había estado muy unida a su hermano. Y el hermano sentía auténtica debilidad por ella. “La has malcriado”, le reprochaba su madre. “La habéis malcriado”, decía el hermano mirándola y fingiendo creer sus propias palabras. Y ella a su vez fingía molestarse. “Tú sí que estás malcriado”. No era extraño, pues, que ahora se confiara así al hermano, porque lo hizo siempre y ya no le quedaba nadie, ni padre ni madre, sólo el hermano en el que había descansado siempre. En su relación con él se daba la más explosiva mezcla de apasionamiento característico y ternura.

UNA CARICIA LEVE EN EL ROSTRO PREOCUPADO DEL HERMANO; las manos cruzadas detrás de su cuello y todo el peso de su rodilla en las rodillas del hermano que suavemente atrae hacia sí la cabeza pequeña de ella. “¡Cariño!”. A ella le gusta oír esas cosas de labios de quienes quiere: él, el hermano...

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Tragó saliva, los puños crispados, como si en ese gesto quisiera concentrar toda su fuerza. Un río violáceo cruzó su cuello, la mirada penetrante. Era preciso hacer surgir ahora el dominio frío de sí mismo con que importunaba a veces a los demás. Sentido de la oportunidad: he ahí uno de sus rasgos que salía a la superficie cuando le era necesario absolutamente.

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“LOS DOS SOLOS, ¿EH?”, los brazos de ella alrededor del cuello del hermano, mirándose los ojos. “TÚ NO”, y al decirlo, ella sonríe satisfecha con la picardía que justifica su femenino instinto, su intuición femenina. Se alegra por el hermano. Quiere verlo feliz. Feliz siempre. Después de todo, se lo merece. Y aunque así no fuera, es su hermano y lo quiere. Con eso le basta.

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“Te necesito vivo” El pelo chorreando y la respiración jadeante. Ella recibe del hermano un beso que le roza la nariz y la mejilla. “QUIERO QUE VUELVAS” Y ES UNA ORDEN Y UNA SÚPLICA. “Volveré. Te lo prometo” Un abrazo y un beso rápidos. El hermano, arma en mano, se aleja bajo la lluvia cruzando el río.

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EL MIEDO DE NUEVO.

Él va a acometer la empresa más peligrosa de las que han llevado a cabo hasta ahora. “Cuídate, por favor. Ten cuidado”, angustia en la voz.

La chica llora aterrada y sola en un rincón. El chico se acerca a ella. La misma advertencia, la misma súplica: “Ten cuidado”

“Tened cuidado” Y la joven acaricia maternalmente el cabello suave de la chica, con su mano en el hombro de la chica triste y preocupada. Las miradas de la novia y de ella se cruzan. Hay miedo en sus ojos, miedo en el corazón.

Respiraciones contenidas. Tensión. Emoción.

Un recuerdo divino y una oración. Pasa el tiempo lento, inexorable. La angustia se acrecienta. Se crispan los puños, las bocas se aprietan, labio contra labio hasta el dolor. Los ojos se llenan de lágrimas por el esfuerzo de contenerse. Los corazones palpitan cada vez con mayor fuerza.

En el silencio cargado y plomizo pueden oírse los latidos, rápidos, más rápidos, y las respiraciones profundas y lentas que suben y bajan los pechos angustiados. Nudo, opresión en las gargantas que no alivia el gesto de llevarse la mano a ellas. Se unen las manos, la novia, la chica, la joven, ella, cierran los ojos y, las cabezas inclinadas sobre el pecho, se reza como súplica y como consuelo. No se cruza una sola palabra; no es necesario. Cada una sabe que tiene miedo. Cada una sabe que las demás también lo tienen, que las demás participan del mismo miedo por los suyos.

Un ruido exterior, lejano y horrible, les hace levantar la cabeza. La novia camina despacio hacia la ventana. Mira a través de ella pero no ve indicios de aquello que ha sido causa de intranquilidad para ellas. Al girar la cabeza ve humo. Su semblante se serena y se vuelve hacia tres rostros ansiosos. Ellos iban en dirección opuesta. Aquella explosión no podía haberlos afectado. La seguridad de que así es descarga un poco el ambiente, tenso y gris.

Una rápida ojeada al reloj de pulsera. “Ya deben de estar allí” La novia pasea nerviosamente midiendo las cuatro paredes. “Poniéndote nerviosa no vas a conseguir más que pasarlo aún peor” Ella, sin que acierte a explicarse cómo, se ha tranquilizado.

Con gestos y frases dosificados va contagiando a las demás. “Lo conseguirán” Y el acento rotundo de la chica transforma el aterrado nerviosismo que las invadía en un optimismo nervioso que va deviniendo en exaltación.

Ahora es el triunfalismo lo que domina sus corazones. O tal vez es un disfraz perfecto. Repasan y discuten sobre el plan de ataque que días antes habían desarrollado entre todos y que presumiblemente -seguramente- estaban llevando a cabo los suyos en aquel momento. “En teoría es perfecto” Como en una película ella lo va viendo todo con su imaginación desbordante. Y siente la tranquilidad que da el conocimiento. No se siente impotente como las demás ante la incertidumbre. Ella puede verlo y sabe que todo está saliendo bien. La novia, la joven y la chica contemplan su abstracción y se preguntan... Pero no hay respuesta.

Él cruza sin vacilar el umbral que le conducirá a través de un pasillo blanco y frío a la zona vulnerable del cuartel general del enemigo. Infiltrarse es fácil. Ya contaban con ello. La dificultad viene después, cuando hay que sortear los obstáculos que puedan ir alzándose en su camino en aquello inmensos y metálicos pasillos con olor a muerte que ya han pisado alguna vez en ocasiones anteriores y siempre hostiles. Procuran evitar a los enemigos. Se trata de un juego de escondite, pero en el que ser visto significa perder la vida.

“Maldita sea” exclamación seca y casi inaudible de él. No pueden avanzar. Cuatro o cinco oficiales enemigos charlando tranquilamente en la desviación de la izquierda se lo impide. Algo les hace caminar en dirección a ellos. Van a descubrirlos. Al doblar la esquina suena una ráfaga.

Ella se sobresalta. Ha ido demasiado lejos. Tal vez sea mejor que doblegue su imaginación, no pensar.

Pero eso está fuera de todo control posible.

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Noche cálida de verano, noche fresca de verano. Ruidos a través de la ventana abierta. El sueño va ganando la batalla. BUENAS NOCHES.

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Le atormenta pensar cómo iba a ser su primer día sin él.

SABÍA QUE IBA A OCURRIR. Todo acabaría, pero para ella iba a permanecer en forma de recuerdo tan real como lo vivido y tan cambiante, vivo y dinámico como ello.

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Lo amaba. No quería pensar que podían no salir de su última misión. Por su cabeza pasaban imágenes de victoria como si todo lo acaecido y lo futuro fuera una película con final feliz para sus protagonistas, ellos: el hermano, la novia, el profeta, la chica, el chico, el r., la joven, ella, él...

La sensación de impotencia se había agudizado. Les hubiera gustado ir con ellos a aquella última misión.

Eso deseaban, que fuera la última. Y así sería, si todo salía bien; en caso contrario... La guerra continuaría y probablemente sin ellos. Sus cabezas eran un hervidero. Ideas y más ideas, complementarias, contradictorias, clavadas allí como dardos, dando vueltas y vueltas como un carrusel, cerebros de tiovivo, corazones de feria: ruido, ruido, mezcladas las voces, la música, pura confusión.

SABOR AGRIDULCE, EL SABOR AGRIDULCE DE LA VICTORIA. ¿Podrían sentirlo? ¿O les tocaría llorar la derrota amarga al mismo tiempo que los enemigos se alzaban como señores de todo aquello por lo que ellos habían luchado siempre con su total entrega?

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Lágrimas amargas de derrota y alegría ante el milagro: han vuelto todos, HAN FRACASADO, PERO HAN VUELTO.

Nada había cambiado, pues. La guerra seguía rugiendo fuera como una fiera herida y ellos seguían unidos, como no sabían si volverían a estarlo después de la guerra, con la paz.

Habían vislumbrado aquella vez cómo sería todo tras el fin de las batallas. Lo habían sentido como una premonición. Lo habían tenido cerca, muy cerca, al alcance de la mano, mano de hierro, él, mano de seda, ella, y todos en él, y todas en ella.

La ilusión del final. Sólo ilusión. Todo comenzaba de nuevo.

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Rezumaba alegría aquella mañana. Enérgica, toda dinamismo. Hay guerra y hay verano. El verano es joven como ella, como la chica y el chico, como la joven, cálido y alegre: vida. El sol vence a la guerra. Y la luna de las noches de verano. Copa helada en el mirador sobre el promontorio. Túnica azul y fluida, húmeda y caliente, el mar vistiendo cuerpos jóvenes, dorados y esbeltos. Estallido de risas como fuegos artificiales en un cielo moteado de estrellas, rebosante de brillos diminutos por la distancia. Música que incita a bailar, vueltas, vueltas, balancear de caderas, sonrisas, risas, felicidad de estío, total, pura, auténtica.

¿Cuándo volvería a sentirse así?

La joven, contagiada por el ambiente, bromea y ríe. Es joven, hermosa, esbelta, una DIOSA DE ESTÍO ceñida por un traje blanco de baño. Es un canto a la vida. Se siente feliz, Terpsícore, Venus, ligera y frágil, tan fuerte en su alegría.

La chica mira al chico y ve en sus ojos todo lo que busca, todo lo que ansía, todo lo que necesita: la fuerza y el empuje de la juventud auténtica, el ardor juvenil y espontáneo que la halaga cuando el chico se deja llevar de sus impulsos, incapaz por un momento de dominarlos. Así es el chico.

Y la chica tan dulce, casi adolescente, su rostro lleno y sonriente, su alma fresca y vulnerable.

Enamorada y valiente.

¡Qué alegría! ¡Qué inmensa alegría les da a todos sentir el sol como una caricia! Sentir sus rayos rozando la piel como dedos suavísimos de amado.

El verano, bellísimas mujeres, hombres guapísimos y atléticos ofreciéndose al sol, a las miradas admirativas y generosas de sus semejantes. Y en medio de todos él, sin belleza, alto y firme, con su eterno rictus duro, amargo.

Y entre todos el hermano, sus ojos verdes y transparentes sonriendo, fuerte y atlético, bello.

Y el chico, musculoso y atractivo como el verano, con su mata negra de pelo sobre la frente con descuido, rebelde.

El profeta piernas largas, tan guapo, y el r. con sus rizos y su maravillosa sonrisa especial.

¡Cómo los amaba a todos! ¡Y cómo se amaban todos! “He visto el fin” “¿Y cómo era?” A la novia el fin entrevisto no le gustó demasiado.

“La paz siempre es hermosa”, como la misma frase del r. “Como el verano”, y ella hace aflorar una sonrisa tímida a sus labios.

La joven cruza la puerta, la bolsa colgada de su hombro, las gafas de sol en la cabeza y la sonrisa puesta. “No deberías haber ido sola” “¿Qué más da? Me lo he pasado de miedo” Sí, ¿qué más daba? Eran felices. “Tú nos lo has hecho pasar de miedo” Y el chico recalca el tú. La chica celebra la broma con una sonora carcajada que todos corean.

La joven se ha ido, ha nadado, lo ha pasado estupendamente, ha vuelto y no ha ocurrido nada porque EN VERANO TODO ES MÁGICO.

“Me siento tan feliz que hasta bailaría con el enemigo” Si no la frenan, la joven es capaz de eso y de mucho más. La joven es así cuando se siente feliz: alocada, vivaz, simpatiquísima, abierta, capaz de las mayores travesuras, de los disparates más divertidos y originales.

Hasta él parece perder su gesto hosco en verano y luce de vez en cuando una sonrisa amplia, asombrosa por lo inusual, y, por ello, mejor recibida que la de ningún otro. “Efectos del calor”, sentencia ella. “Efectos de tu influencia”, corrige el hermano. Él trata de mantener el tipo, pero sus ojos le desmienten y es advertido por todos. La chica dibuja una sonrisa inmensa y no dice nada. El r. la mira y comprende. También sonríe entonces. Todos quieren al r. Es un ser tan elemental, honesto y bueno... Está muy unido a la chica. Es con quien tiene más en común. Con la chica se siente totalmente tranquilo y confiado, más a gusto que con nadie. El chico comprende esta relación y sabe que no tiene que sentir celos, y no los siente. El chico y el r., anverso y reverso: la desconfianza, la confianza.

Se apagan, han agotado con juegos y risas su energía y con la noche sus párpados empiezan a pesar y a cerrarse poco a poco. Camina ella despacio hacia el lecho, bostezando, la cabeza bamboleante y haciendo esfuerzos por mantener los ojos abiertos al menos hasta llegar a la cama. Se tira sobre ella sin tomarse otra molestia. Sus párpados se vencen y el sopor relajante del sueño comienza a invadirla y se apodera de ella por completo.

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“Tienes que comer algo” “Sí, mamá” El chico le dedica a ella tal respuesta.

“¿DÓNDE SE PODRÁ BAILAR TODAVÍA EN ESTA CIUDAD?” Hay un ritmo trepidante. Los cuerpos se ven y no se ven, tan rápidos son sus movimientos. Por todas partes caras alegres. Es bueno poder descargar energía así y no luchando y defendiéndose, matando y evitando la muerte. Aquí no hay muerte, la música la pone en fuga. Todos bailan, el r. y él se han quedado en la mesa, por timidez e ignorancia, o al menos eso creen. Pero la chica no va a permitir tal cosa. Con una sonrisa ancha llega hasta ellos y, tomándoles las manos, se esfuerza en levantarlos. Tan persistente se muestra en su empeño que no les queda otro remedio que ceder a sus deseos y se dirigen, aunque no muy convencidos, a la pista de baile.

“Sigo pensando que deberíamos haber dejado una guardia” Y la novia, entre sorbo y sorbo, le contesta a él “Si vamos a morir, que muramos juntos”, se siente feliz y nada le importa fuera de aquel instante. No hay pasado y no hay futuro. Para la novia y para todos en aquel momento sólo cuenta el ahora, el presente tangible y amable, aunque fugaz, y lo apuran con complacencia, saboreándolo como se saborea el buen vino, despacio, dejando que empape el paladar.

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ELLA ESTABA ORGULLOSA DE SU HERMANO. Siempre había presumido de hermano mayor: ¡era tan guapo!

El hermano siempre la había mimado y llamado “cariño” y eso a ella le hacía sentirse bien.

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LA NOCHE ERA CLARA, sin más luces que las del fuego y la luna. Ella y él, sentados junto a la hoguera, se resarcían del fresco de la madrugada. En medio del resplandor rojo y amarillo, con plata blanca y luminosa entre sus cabellos, sus labios se unen. “Siento molestaros” el hermano es quien, con su sequedad, demuestra estar molesto. Él va a decir algo, pero frenan su impulso una mirada y un gesto de ella. “Déjanos solos”, le pide con suavidad. Él adivina su intención y obedece. Ella rodea con sus brazos el del hermano y apoya la cabeza rizada en su hombro, pero el hermano no la mira siquiera. Con una sonrisa dulce comienza a hablarle con ternura. “Ya no necesito que me protejas, pero me gusta” El hermano respira profundamente. “Estás un poquito celoso” “Estoy muy celoso” y con una leve risa afectuosa se miran y a sus ojos brillantes asoma todo el amor que se tienen.

“Te quiero” y le rodea el cuello con sus brazos.

“Voy a llamarlo” Y ella le pide “Aún no. Quédate un rato conmigo”

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ÉL ESTÁ HERIDO “No voy a apartarme de su lado” y no lo hace. Allí está ella, restañando la herida abierta, limpiándole la frente, mojándole los labios secos por la alta fiebre, día y noche, velando su postración sin permitirse el descanso que su cuerpo agotado le exige cada vez con más apremio. Ni siquiera el hermano ha conseguido apartarla de allí y obligarla a dormir como es debido. Su único logro ha sido que ella se sumiera en un breve duermevela, recostada en su pecho, tan ligero que se quebraba al más mínimo quejido que él dejara escapar en su inconsciencia febril. Ahora era la joven quien la acompañaba en su vigilia. “¿Por qué no te echas siquiera un par de horas? Estás agotada. ¿No te fías de nosotros?” “Sabes que no es eso” Y no lo es. Es sólo que lo quiere y sabe que él la necesita. Pero sí que confía en los demás. Claro que sí. ¿Cómo ni iba a confiar en su hermano, en la novia, que con manos hábiles y afectuosas había hecho todo lo humanamente posible para curar aquel boquete horrible, en la joven, que era como una hermana, en la chica y el chico, en el profeta, en el r., que eran ya su familia?

No. No era eso. Era sólo amorosa solicitud. Nunca se había adornado su rostro con una sonrisa tan amplia y luminosa como la de esta mañana: él había salido de su inconsciencia. Lentamente había abierto los ojos y lo primero que había visto había sido el rostro sonriente de ella. Su respiración era débil todavía, pero ya había recobrado por completo la lucidez.

“Ve a dormir. Vamos”, le ordena a ella. Y ella le hace caso. “No te ha dejado un momento. No hemos sido capaces de hacerla descansar” Y él sabe que lo que la novia dice es verdad. El r. se acerca y sonríe “Sabía que te curarías”, dice feliz. “Gracias”, nunca ha dado él unas gracias más sinceras. También él siente por el r. el mismo afecto especial que los demás. “¿Qué hay, amigo?”, el profeta está contento. “Ya estoy bien. Esos cabrones no van a deshacerse de mí con tanta facilidad”

La dejan dormir. Han sido dos largos días de permanente cuidado, dos noches de intranquila vigilia.

Cuando despierta, lo primero que hace es ir a verlo. Pero él está dormido. Ahora su respiración es tranquila y han desaparecido los espasmos. Lo acaricia y se vuelve a su rincón. La chica le trae un copioso desayuno. “Gracias”, dice sonriente y sorprendida. “Estos días apenas has comido” No puede evitar preguntarle “Lo quieres mucho, ¿verdad?” Y ella responde con sencillez “Con toda mi alma”

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SE OYE UNA CAMPANA. La joven y ella se miran emocionadas. ¡Una campana! ¿Cuánto hacía que no oían el tañido alegre y familiar de una campana? Sólo ruidos de guerra y ahora, en medio de todo, el sonido más dulce que recuerdan, una campana que les trae recuerdos de la niñez, de la adolescencia, de la juventud, de la paz. Ese sonido se ha alzado de repente ante ellos como un símbolo de maravillas perdidas. También lo han oído los demás y lo han escuchado sintiendo la misma emoción, percibiendo todo lo que significa el tañido, la música celestial de esa campana que una mañana cualquiera les ha regalado los oídos y el corazón.

“¿Por qué?” ¿Por qué no podía ser todo como antes? Las preocupaciones, los trabajos cotidianos, el salir con amigos, divertirse, las tardes de verano en la heladería junto al mar, el paseo, la música, el baile, los estudios, los exámenes, las visitas al Parque de Atracciones, las discusiones, las bromas, los consejos de familia, tan pesados, el correr con el coche más de lo debido y la consiguiente multa que tan bien se los estaba, algún cigarrillo a escondidas, el primer daiquiri, que le había hecho marearse, el fin de curso, alegre y triste a la vez, todas esas cosas pequeñas e importantes que conformaban su existencia feliz.

Tuvo ganas de llorar. Recordó otras cosas: las palmeras mecidas por el viento, sus gafas negras (sabe Dios dónde habrán ido a parar), sus calcetines y sus playeras, su camisa enorme, su bicicleta, su satisfacción cuando sus amigas le pedían que les presentara a su hermano, el cine al aire libre donde sus amigos y ella acudían a ver películas románticas sentados en el coche aquel tan auténtico, el ritmo de las canciones que grababan en las casetes para ir escuchándolas por la carretera, la playa y las fiestas nocturnas que celebraban en ella, los baños a la luz de la luna que siempre las seguían... No había sido fácil para ella verse sumida de repente en un mundo tan distinto donde lo único importante era sobrevivir.

Tuvo que madurar deprisa, pero aún conservaba su adolescencia, tan bruscamente interrumpida, abrigada como una flor de invernadero, sin exponerla al exterior, y eso era lo que él, acostumbrado a las guerras y a la muerte, había advertido en ella, por eso la admiraba, la respetaba y la quería: porque en medio de todo aquel horror había sabido mantener intacto lo mejor de sí. Y lo mejor de sí era, a sus ojos, su hermosa y vibrante juventud, su juventud entusiástica.

“Sólo se muere una vez. Y a la muerte hay que llegar con todo hecho” Y cuando utilizaban su propia sentencia en contra suya, ella añadía: “El exceso de equipaje paga multa. Y yo soy legal” Esta salida triunfal le había valido un coro de carcajadas sinceras.

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AQUELLA NOCHE HACÍA FRÍO. Ella encogió las piernas bajo la manta hasta casi tocar su barbilla. El hermano, al notarlo, fue a tenderse junto a ella, le echó encima la mitad de su manta y le pasó el brazo por la cintura para darle calor. Ella, dormida, se echó instintivamente hacia atrás hasta sentir junto a sí el cuerpo de su hermano.

Era extraño que la madrugada de verano fuera tan fresca. A esas horas la temperatura solía ser agradable por su suavidad, en compensación al calor sofocante del día.

El hermano se despertó sobresaltado. Ella se agitaba y gruñía, debía de tener un sueño emocionante. La observó un momento y vio por fin pintada en su cara una sonrisa satisfecha, como de triunfo. El hermano ahogó una risa y volvió a tumbarse cuan largo era en “la confortable cama”.

Amaneció el día siguiente y ella, como cada mañana, rezó para agradecer el poder hacerlo, señal inequívoca de que seguía en esta vida que tanto amaba y que no quería dejar por el momento.

Cuando se levantó, ya lo habían hecho todos menos la chica, que permanecía acostada en su rincón y ya empezaba a dar muestras de despertarse. El chico había salido. El r. le llevó el desayuno. “Gracias”. Él estaba fuera del edificio, ejercitando su puntería. “¿Has desayunado?”, ella creía que no. “Yo sí, ¿y tú?”, aunque él sabía que la pregunta era inútil. Ella gozaba de un apetito envidiable que se preocupaba de calmar cuando empezaba a incordiarla, y eso ocurría con intensidad especial a la hora del desayuno y a la de la merienda. Oyó la llamada de su hermano y pasó al interior, desde donde era requerida. “¿Qué quieres?” Su hermano le explicó para qué la necesitaba. “¡Qué bien!”, protestó ahorrándose el llamarle caradura.

No le gustaba en absoluto tener que adoptar un papel pasivo, sin embargo no le quedaba otro remedio.

La consoló pensar que se trataba de una simple escaramuza sin mayor importancia. Y así fue, en efecto. Consiguieron los víveres sin gran riesgo porque el discreto cargamento no podía atraer la atención del enemigo sobre sí, ocupado aquél como estaba en planear la destrucción total.

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El chico revisaba su arma. La joven se acercó a la ventana, silenciosa y pensativa. La chica rompió el silencio con su saludo y sus bromas. Llegó el r. y, preocupado, se acercó a la joven. “Pareces triste”, le dijo. La joven no respondió una palabra, pero con su sonrisa melancólica y el brillo húmedo de sus ojos le confirmó su suposición.

“¿Qué te ocurre? ¿PUEDO AYUDARTE?”, le preguntó con su tímida dulzura.

“Pero, ¿qué dices?”, fuera discutían el profeta y el hermano bromeando. Él permanecía serio y preocupado. Ella se acercó por detrás, le rodeó la cintura con ambos brazos y se estrechó contra su espalda. “¿Qué te pasa?”, le preguntó con suavidad. Y él tampoco contestó. Dándose la vuelta, la abrazó y respiró profundamente. Ella alzó la cabeza hasta encontrar sus ojos y, sin haber obtenido respuesta, apoyó su barbilla en el hombro fuerte y seguro de él. “Ya no sé si merece la pena seguir luchando. Esto es una causa de locos”. El asombro y la incredulidad que se asomaron a los ojos de ella le devolvieron de golpe su afán de lucha y de libertad, le devolvieron la causa que se le había perdido, difuminada por la incipiente depresión, durante un momento en que todo lo había visto borroso, con una niebla muy gris, pero no lo suficiente como para impedir que a través de sí se filtrara un rayo de luz y la destruyera sin dejar rastros. Se sentía confusa. Nunca hasta ahora había tenido que enfrentarse a la desazón, no, ésa no era la palabra, sí, al desaliento, y se preguntaba cuál era la causa que lo originaba. No acertaba a encontrarla y eso la desorientaba. Creía conocerlo y ahora la sorprendía con aquella reacción inesperada. “Espero que no sea contagioso”, se burló mentalmente, pero la sensación de miedo empezó a metérsele dentro y le produjo el dolor ardiente que hubiera podido ocasionarle un cuchillo al rojo clavándose lentamente en su carne, con sádica satisfacción metálica, con placer cruel y retorcido en el tormento de ella.

Pero al miedo, que duró un solo instante eterno, vino a sustituir la plena confianza en él. Su amor fue más fuerte que todo lo demás, más fuerte que las dudas y los temores que habían intentado hacerse paso. No tenía que dilucidar el bien y el mal. La lucha se sostenía por algo más inmediato, la supervivencia.

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Subida en una silla desvencijada y mordiéndose la lengua plegada, ELLA INTENTABA, EN LA ERA DE LOS GRANDES PROGRESOS, DESENROSCAR UNA SIMPLE BOMBILLA FUNDIDA; la operación, que parecía tan sencilla, se veía dificultada por su esfuerzo en mantener el equilibrio sobre cuatro patas que a duras penas la sostenían y por la resistencia de la bombilla a abandonar su puesto.

Se había empeñado en hacerlo sola y los demás contemplaban sus fatigas sin el menor asomo de ir a prestarle ayuda y gastándole ironías más afiladas y punzantes que cierto instrumento metálico que... “Pero ésa es otra historia”, acabó al mismo tiempo la frase y su acción de bajar de la silla, que ya ni siquiera podía llamarse así porque ahora mismo había perdido, con su cuarta pata, el derecho a ese nombre.

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La chica se revistió de valor. Hizo acopio de todas sus fuerzas y, aparentando una naturalidad que no sentía, dobló la esquina y se encaminó hacia el gorila que guardaba la puerta y vigilaba el entorno contoneándose coqueta y con expresión seductora. Ellos, protegidos tras la esquina, observaban la escena atentamente, para aprovechar la ocasión en el instante de presentarse. El chico se sentía molesto, aquello le desagradaba, naturalmente ERAN CELOS. Si la situación no hubiera sido de tensa espera, sus amigos le habrían hecho blanco de sus puyas. “Ahora. No va a serte difícil”, ordenó el hermano al chico. No, probablemente no lo sería.

El chico dejó a sus amigos el arma pesada, pero conservó un pequeño revólver escondido, porque es mejor tomar precauciones que perder tontamente la vida. Dirigió sus pasos, con furia contenida, hacia el gorila y la chica y se dispuso a representar (“Me temo que no va a ser una representación”) la escena del enamorado celoso. Tal y como habían calculado, aquel mastodonte y el chico se enzarzaron en una pelea clásica.

Atraídos por el jaleo, salieron del interior de esa casa y del barracón un grupo de once o doce hombres tan bestias como el primero. Formaron círculo alrededor de los contendientes y la chica, valiéndose de la distracción del enemigo, se coló en el edificio. El círculo se abrió para dejar paso a los dos luchadores, que rodaban por el suelo, y ése fue el preciso momento en el que de la esquina surgieron, por sorpresa y apuntando a los espectadores con pesadas y sofisticadas armas de mano, el profeta, la novia, el r., la joven, el hermano, ella y él. El chico se deshizo de su oponente con facilidad y con una velocidad de vértigo, hija de la necesidad, sacó su revólver y apuntó también a la concurrencia y a su contrincante.

Ella fue al interior en busca de la chica. Allí estaba inspeccionando lo almacenado. No había quedado nadie en la casa, pero para caso contrario, había llevado consigo un revólver. Habría contado además con el factor sorpresa, que tan buen resultado había dado a sus compañeros. La ayudó en su cometido.

“¿Qué vamos a hacer con ellos?”, preguntó la novia. “Yo tengo una gran idea”, respondió él con dureza. Y todos, también los amenazados, que sintieron pintarse el terror en sus caras, adivinaron sus intenciones. “¿Y si antes los torturamos un poquito?”, sugirió el chico sólo por el placer de asustarlos aún más. La novia le dirigió una mirada de reproche, pero no pudo evitar que también asomara a sus labios una sonrisa divertida.

Salieron la chica y ella e informaron de todo.

“Nos será útil. No vamos a destrozarlo, nos lo llevamos”, decidió el hermano. Y después de atar firmemente a aquella panda de idiotas, mientras el r. y la chica los vigilaban, los demás cargaban la radio, las armas y las municiones en la propia furgoneta del enemigo.

Sólo la parte romántica de la guerra, inconscientemente, cabía en su corazón.

Estaba ahora exultante. Deseaba divertirse hasta caer extenuada. Era como un reto su ansia de vivir a aquéllos que querían destruir su vida, la de los seres que amaba y la de tantos otros que también amaban y se amaban. Podrían robarle la paz, pero no iban a robarle también su alegría, eso nunca. La esgrimiría como un arma de luz. La oscuridad no puede evitar que la luz la rompa. Tampoco el enemigo podría evitar que su alegría le destruyera, porque si estaba alegre su fuerza se crecía y se hacía inmensa, tan inmensa como el universo que clamaba por la paz, por la libertad y por la justicia perdidas un día que se desdibujaba en el recuerdo, como va desdibujándose todo mal suceso de la frágil memoria humana. Sólo queda el presente, las experiencias inmediatas. Lo demás termina por olvidarse o desfigurarse hasta que no queda nada. Sólo los viejos son capaces de recobrar los recuerdos exactamente, con precisión, como si en su senilidad vivieran una doble vida: la presente, del cuerpo, y su vida anterior desde el mismo comienzo, revivida con el alma, como un milagro, la generosidad de los que no tienen nada.

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“¿A quién escribes?”, se interesa la chica, que no comprende. “¿A QUIÉN PODRÍA ESCRIBIR?”, responde el chico con amargura. “A nadie” “No escribo a nadie. Tan sólo es el texto de un mensaje”. No tenía ya a quien escribir y tampoco hubiera podido hacerlo, de todos modos. ¿Cómo?, si las comunicaciones de cualquier tipo habían sido interrumpidas, salvo los aparatos clandestinos de radio, escasos, en manos de unos cuantos grupos de la Defensa, que no podían utilizarse más que en ocasión de necesidad y no de modo personal.

Ya no le tenía miedo a la guerra, sólo odio. Luchaban contra el miedo protegiéndose con una coraza de ironía y de cinismo, de buen humor, convirtiendo en un chiste, en una historia grotesca, en un chascarrillo ingenioso cuanto los rodeaba.

Entre el profeta y el chico se establece un duelo verbal. A la gracia de uno, responde el otro con una frase divertida y absurda. Y así una y otra vez.

“Ya está bien. Dejad de decir payasadas”, se ríe la joven. Y habla muy en serio.

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LA FASCINANTE SEDUCCIÓN DEL FUEGO. Las llamas elevándose, creciendo, y los ojos de ella, los ojos de todos, que no pueden apartarse de su visión impresionante, de su visión sobrecogedora. La ciudad va a perecer aplastada por el fuego, devastada y yerta, no, no van a permitirlo. Pero los estallidos de muerte se multiplican, un río rojo fluye y abrasa la ciudad, su ciudad. Inmóviles, lo contemplan, terrible y fascinante; la magia eterna del fuego. Y él la rompe en un momento de lucidez, reacciona, como una sacudida eléctrica cae sobre los demás y los obliga a actuar. Una cadena humana, agua, agua. No lo pueden controlar, una, dos, tres horas, cuatro, el cansancio va penetrando sus miembros, un esfuerzo más, respiración jadeante, agua, ¡por Dios, más agua!, aprisa, agotamiento (“Dios mío, ¡lluvia!”, una plegaria en labios de ella, una plegaria en labios de la novia) Ya no confían en el milagro. ¿Qué le ocurre a la chica? Se paraliza. Estupor en su rostro. Su pulso se acelera “¿Habéis oído?”. Miran al cielo. Bendición. Un trueno, una nube, lluvia mojando sus rostros agotados, lluvia mojando sus cuerpos exhaustos, lluvia en los cabellos y resbalando por sus frentes, sus mejillas... Y un grito, un grito único en todas las gargantas, un grito de alegría salvaje. La lluvia. De rodillas, ella le agradece a Dios el milagro. La novia dirige su sonrisa al cielo. La risa nace y el fuego se empequeñece, se doblega al látigo húmedo que le flagela y le quiebra. El enemigo ha fracasado. No contaba con el milagro.

Ya sólo se escuchan risas. Las miradas se cruzan y la actitud es una. Se dejan caer y sin más preocupación, allí mismo, en mitad de las calles asoladas y húmedas, terminada la tormenta, duermen para deshacerse de la fatiga acumulada y perniciosa.

Ya había acabado la pesadilla. Nunca le había parecido la lluvia tan hermosa. Se juró no volver a despreciarla desde aquel día.

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La fiebre le hacía agitarse. El sudor le regaba el rostro, caía de su frente ardorosa. La chica se lo enjugaba. Ella se acercó con una compresa etílica. El r. no había resistido la húmeda y fría siesta y su organismo había enfermado.

Eficiente, la novia se acerca al lecho y le administra un antibiótico de la reserva. Desinfecta la zona, clava la aguja, inyecta, extrae el metal y vuelve a desinfectar. Ya sólo queda esperar, esperar si la fiebre y el sopor remiten y esperar si el estado lamentable de su aparato respiratorio mejora con el preparado químico que le ha sido administrado.

Los párpados de la novia caen y tiene que hacer esfuerzos para mantenerlos abiertos. “Vamos, vete a descansar. Si pasa algo, te llamo”. Ella la obliga con ternura a retirarse. La quiere mucho porque la quiere su hermano y por la novia misma, porque “es una persona estupenda”. Ella se queda velando el sueño al r. y una sonrisa llena de ternura abre sus labios. Siente los pasos de él acercándose y por eso no se sorprende cuando su mano le acaricia suavemente la cabeza. Le prodiga caricias y besos llenos de dulzura. Ella, enamorada, reclina su cabeza en el cuerpo fuerte y acogedor de él, que le acaricia los hombros con ambas manos y le besa el cabello. Se quedan así, tranquilos, felices y preocupados, porque también a él le alcanza el cariño por el r., vigilando su sueño agitado y amándose en silencio, en el silencio plácido y plateado de la noche, de una NOCHE HERMOSA DE LUNA, de una noche hermosa cuajada de estrellas, de una noche de cielo de fiesta, de cielo de una Navidad anticipada, de una NAVIDAD EN AGOSTO.

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Ella sabe que lo ama, sabe que la ama. Se sentía dichosa de ser mujer. Y nunca se sentía más mujer que cuando estaba entre sus brazos, recibiendo caricias, caricias repletas de ternura, caricias apasionadas. EL HERMANO SABÍA QUE tarde o temprano LA PERDERÍA, se había resignado a la idea. Lo que no sabía es que eso no llegaría a pasar nunca, porque el cariño que ella le profesaba estaba fuera del tiempo y de las circunstancias. Su hermano sería siempre ya su refugio, su rincón secreto, el bálsamo que curaría las heridas que él, inconscientemente, porque por su voluntad jamás iba a hacerle el más mínimo daño, abriera.

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“¿Tenéis parafina?” “¿Para qué la quieres?”. La insólita pregunta de la joven los deja atónitos. “Tú dámela si la tienes y no preguntes”. Un encogimiento de hombros del chico y una respuesta negativa “¿Y para qué íbamos a tener parafina?”. Ahora son los hombros de la joven los que se encogen “¿Yo qué sé? A lo mejor teníais. Total, por preguntar...”. La novia maneja la radio y anota mensajes. El hermano y él están fuera del edificio. La chica, el chico, el r. y ella juegan al parchís en el suelo, el profeta no está y la joven se ha perdido por una puerta de atrezzo. La chica juega con las fichas rojas, el r. con las verdes, el chico con las amarillas y ella con las azules. La pasión, la esperanza, las calabazas, la inocencia. Ella tiene dos en la casilla final y dos, recién comidas, en casa. Es la chica quien más posibilidades tiene de ganar y quien probablemente va a hacerlo: tiene dos fichas en el triángulo final, una a punto de entrar y otra bastante cerca de la escalera roja.

Disfrutan como niños, sobre todo el r., para quien es un juego nuevo y divertido, y sus risas pueden oírse “... en el otro extremo de la ciudad”.

Es un momento de ocio merecido en medio de un fragor sordo e inútil. Un respiro, un soplo de aire que crea la ilusión de que es posible sobrevivir, de que ese ahogarse lento e inexorable se quiebra en mil pedazos como un espejo que cae. Pero como el espejo roto reproduce mil veces la imagen, por mil se multiplica la asfixia que intenta acabar con ellos. Puede que mueran, pero su muerte servirá de algo; puede que no, y su vida quizá discurra alguna vez por caminos placenteros, perfumados por las rosas que crecen en sus orillas, y eso los mantiene en pie: la resignación y el orgullo de MORIR POR LO QUE IMPORTA, la esperanza de VIVIR y ALCANZAR UN DÍA LO QUE IMPORTA.

Un picor súbito e irresistible le hizo clavarse casi las uñas en la rodilla, destrozando con su gesto un diminuto insecto cuyo tamaño no correspondía al fulminante efecto que produjo. Alzó un poco su falda y vio un pequeño círculo anaranjado. “Me acribillan los bichos”, se quejó ella. “Tienes la sangre dulce”, bromeó la novia. Y todos los ojos se volvieron con malicia hacia él. La novia, que había hablado sin intención, no reprimió una sonrisa irónica. Captó inmediatamente el doble sentido que los demás habían dado a su frase inocente.

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“¿Piensas estar aquí eternamente?” La novia posa con suavidad su mano en el hombro del hermano. Éste gira la cabeza y la novia se aprieta contra él. “No me faltes nunca”, le suplica. “No tengo esa intención”, y con la respuesta, una leve risa alegre. El hermano se vuelve, la rodea con sus brazos y se inclina hasta alcanzar los labios de la novia, hasta sentir su boca de fruta.

Y de fondo Paraíso, Paradise. Sus pies se escapan, con vida propia siguen la melodía que invita al amor. No pueden evitar tararearla, no se resisten al impulso irrefrenable de hacerlo.

También ella y él han oído... Buscan un rincón y bailan unidos en un estrecho abrazo que culmina en un beso tan sutil e irresistible como la canción.

La chica y el chico... El profeta, sonriente, saca a la joven a bailar y ésta sonríe también. Los únicos que no bailan por amor, pero es tan bonita la música que ¿por qué no bailar?

LA MAGIA HA CESADO.

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El grito de ella es desgarrador. Él ha sido herido de nuevo, herido en un costado por donde se le escapa la vida. El hermano trata de impedir que ella vea aquel espectáculo horrible, nauseabundo, pero la voluntad de ella es más fuerte. Con la angustia atenazándole la garganta se apresta a ayudar a la novia en la intervención. Le da miedo, un miedo atroz mirar el boquete llagado, pero no puede apartar los ojos. La fascinación de la muerte, vestida de túnica parda, encapuchada, descarnada y portando una guadaña con gesto de superioridad. Ella sacude la cabeza, rechaza la visión atroz y momentánea. Pone todos sus sentidos en la cura. La novia le ha inyectado morfina “Los dolores van a ser terribles”, previene. Pero mientras puedan disponer de la droga calmante... Saben ya, por la experiencia anterior, que ella no va a consentir separarse de él, de modo que no le insisten. Dos días y dos noches lleva ya él aguantando en aquel estado a base de morfina. Sólo queda ya un frasco. Mañana el hermano, el chico y la joven se harán con más.

Un grito suplicante en mitad de la noche reclama apremiante a la novia. Él se retuerce en su cama, grita todo lo que dan de sí sus escasas fuerzas, suda y llora de dolor. Ella le ofrece el único consuelo a su alcance. Lo abraza, lo acuna, lo acaricia, lo besa, llena de agónico frenesí, quisiera, daría cualquier cosa por estar en su lugar, por sufrir el dolor salvaje en su lugar.

A la novia se le saltan las lágrimas “Necesito ahora la morfina. Y antricina”, da la orden terminante. El chico, el profeta, el hermano y el r. vuelan. El plan previsto, con la precipitación de los acontecimientos, se ha hundido. ¡Si ese maldito gato (porque tenía que haber sido el gato) no hubiera dejado caer el último frasco de morfina...! “¡Bicho asqueroso!”, y ella lo dice con odio y con verdadera repugnancia.

Llora lágrimas de rabia y de impotencia, y también de dolor, puede sentir en su piel el dolor físico de él a través de su abrazo. De repente, cesan las convulsiones. “Se ha desmayado”. Suspiran aliviadas. Ahora ella puede llorar tranquila sobre el hombro amigo de la novia. Cuando el llanto cesa, se dirige hacia él, lo mira y lo acaricia con ternura “Pobre, pobre amor mío”. Si él moría, ella moriría también, porque aún se puede morir de amor. Vivir le parecía una traición y un absurdo. LA VIDA O LA MUERTE, PERO CON ÉL. Así sí valía la pena. Con él y por él. Hasta el fin, fuera cual fuese. En medio de las tormentas, en los arrebatos, en los tiempos revueltos, navegando a la deriva en un mar de calma, de la mano siempre, uno solo para siempre.

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“Vi la muerte saliendo por la herida abierta, burlándose de mí a carcajadas” “Yo no recuerdo nada. Sólo el dolor y a ti a mi lado”. Ella, tumbada sobre la espalda, él sentado, plegadas las rodillas, el cuerpo apoyado en ocre. SILENCIO. La toma por los hombros y la cabeza y la espalda de ella descansa en su pierna, en su rodilla. “Tengo que decírtelo ahora”, y él le confiesa su secreto que ella ya conocía, pero que cobra nuevo valor al oírlo de su boca. Las palabras van moviendo sus labios como un resorte, con lentitud.

Es un momento perfecto: ella, él, el bosque, el río, el sol y la brisa que extrae música al arpa del ramaje.

Casi se pueden distinguir notas en su suave murmullo melódico.

Han pasado juntos por lo malo, y aún les quedan más obstáculos por sortear, pero también ha habido bueno, y confían en que habrá más. Lo habrá. Lo hay ya en esa tarde maravillosa, en ese abandono confiado con que se obsequian mutuamente, en esas confidencias a media voz, a solas entre la vegetación fresca y amiga, cómplice mudo que los rodea, lo hay en su jugueteo amoroso, en sus retozos... Lo hay en ese compartirlo todo sin reservas y en el amor sin más. “Sé todo cuanto puedas decirme” “¿Y bien?” Quien calla, otorga. Su mirada es la respuesta. Y la de él la caricia y el orgullo. Él la atrae hacia sí y la besa poniendo el alma y los sentidos en ello. Porque ya no es un beso. Le está diciendo todo lo que siente por ella, le está haciendo vibrar con su mismo sentimiento. Es la necesidad de fundirse con ella, la urgencia atosigante de la unión total, de ser su sangre para estar en ella. Y ella experimenta el mismo apremiante deseo de unidad.

Ya saben que no se separarán nunca, aunque alguna vez...

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Ha pasado mala noche, la excitación no le ha dejado dormir, y ahora, con el calor del sol de siesta, se siente adormecer, tiene sueño y quisiera tumbarse y descansar, echada sobre el colchón. Su salvación: la joven aparece “Ocúpate tú de la radio, ¿quieres?” Y ella camina hacia el colchón y se deja caer, vencida y satisfecha, boca abajo y relajada, los ojos cerrados, cada extremidad apuntando en distinta dirección, lo que provoca la risa de la joven. Norte, Sur, Este y Oeste “Creo que a partir de ahora la llamaré La Brújula”, piensa con acierto.

Su ingenio no tiene límites, cuando no está perezoso. Una hora aburrida. De pronto, todo al mismo tiempo, tic, tic, tic, mmm, zsss, la radio que intenta funcionar, los demás que llegan formando un escándalo con sus voces, como un gallinero revuelto, la joven que se vuelve loca intentando contactar. Ella rezonga un poco, cambia de lado la cabeza, se acomoda de nuevo y sigue durmiendo. Los demás reparan en ella y no se explican cómo puede seguir durmiendo tan tranquila en medio de aquel jaleo de voces, gritos y risas, el sonido de una radio que pretende con tesón transmitir algún mensaje perdido entre aquel estruendo y las palabras de la joven, que intenta inútilmente oír y hacerse oír a través del aparato y hacer callar al mismo tiempo a sus alborotados compañeros.

“Vamos, despierta”, “Arriba, dormilona”, “¡Que se te va a echar encima la hora de dormir!”. Una y mil frases para levantarla hasta que por fin lo hace, todavía con los ojos medio cerrados de sueño, se sienta en el colchón y necesita unos segundos, largos, para caer en la realidad. “¡Pero qué pesados sois!”. Lo dice, pero no se ha dado mucha cuenta de lo que sus amigos le han hecho, la verdad. Se despereza y lentamente la energía va penetrándola y alimentando sus miembros hasta ponerlos en el máximo grado de funcionamiento y actividad. Ya tiene la vitalidad suficiente para incorporarse al ambiente festivo de la tarde plácida, la cálida tarde de verano.

Y el enemigo, con todo su poder, con toda su retorcida crueldad, no podía destruir el verano, no podía destrozarlo entre sus garras, no podía hacerlo pedazos, no podía acabar con él, con su magia, con su sol, con su calor. Aunque sembrara la desolación allá por donde pasase, el verano acabaría por imponerle su fuerza, los abrasaría con fuego amarillo, oro líquido. Porque el verano sólo envuelve en su magia a los elegidos, los convierte en sus amantes para siempre y ya nunca pueden romper sus DULCES Y CÁLIDAS CADENAS, rayos amarillos, rayos de oro. Oro en los ojos y en las sonrisas. Oro en la piel. Oro en el cielo. Traje de luces azul y oro.

Piña colada y trópico. Palmeras. Su sueño. Ella, él y el mar. El Martini a las doce y el dolce far niente.

Algún día...

Él conoce su sueño y se ha prometido que algún día... con la paz...

Con la paz.

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El peligro va cercando el refugio. Tendrán que encontrar otro antes de ser descubiertos. En la Ciudad ya no hay sitio en el que puedan esconderse. Pero no quieren irse lejos. “De eso me ocupo yo” Y si realmente el profeta se encarga de ello, seguro que en muy poco tiempo tendrán un nuevo refugio. El asunto no puede estar en mejores manos. Manos firmes de dedos alargados y ágiles. Manos que hubieran podido ser de cirujano y de artista, manos que, antes de la guerra, se ocuparon en otra cosa... Manos nuevas y mejores, mejor empleadas, pero sin beneficio, sin más beneficio que la satisfacción de hacer lo que se cree justo, sin más beneficio que saber que se lucha por la causa más noble...

Antes se hubiera reído de esos sentimientos, se hubiera avergonzado. Ahora todo era distinto. Luchar por la vida tenía visos de seriedad. Pero ellos lo aderezaban con SAL (una broma aquí, otra allá) Y PIMIENTA (un comentario chispeante ahora, un chascarrillo ingenioso más tarde) Y ÉSA ERA SU FUERZA, la del ánimo. No iban a dejarse abatir.

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“LES ENSEÑAREMOS LO QUE ES BUENO, ¿eh, chicos?”. Y una risa estentórea que el chico, que se está divirtiendo con tanta acción, dirige a sus compañeros, acompañándola de una ráfaga de metralleta contra el enemigo que los persigue. Corren a toda la velocidad de sus piernas atléticas, saltan un vado, se protegen tras unas rocas, todo entre disparos peligrosos del enemigo y rugidos de motores. Una granada contra uno de los vehículos. Otra. Una tercera. Tres jeeps inservibles. ¡Fantástico! Aquel conductor ya no podrá seguir en el oficio. Caen tres enemigos más. Las rocas están cumpliendo su cometido.

Él dispara y vuela casualmente de un solo tiro los cañones de dos armas enemigas ante el asombro de los guardias portadores. Él ríe, ella lo mira con amor, lo acaricia con la mirada y al darse completa cuenta del suceso, ríe también. “Cuidado” “A tu izquierda” “Le di. ¡Ja, ja, ja!” “Eso tampoco está mal, ¿eh?”, y dispara una ráfaga con la mejor puntería. Ella recibe felicitaciones. “¡Estupendo!”, se regocija el chico. ¡Rrrrr! El ruido se acerca a toda velocidad. Ya llega el r. con la rubia.

Lanzan una potente granada y aprovechan el momentáneo desconcierto del enemigo y la confusión creada para subir todos al vehículo e iniciar la huida motorizada. Ahora el profeta lleva el volante y le da gusto al acelerador con la ruidosa y satisfecha aprobación de sus compañeros, que dan gritos de júbilo (“¡Uhhh! ¡Uhhh!”) Tras algunos apuros, han conseguido despistar a sus perseguidores y el júbilo es ya incontenible. Bromean a costa del enemigo. “Vinieron por lana y se van trasquilados”, “¡Pero qué inútiles, madre mía! ¿Cómo se puede ser así?” “¿Visteis qué caras cuando se dieron cuenta de que teníamos un coche?” “Sí, y cuando tiramos las granadas, ¿qué?”. Entre frase y frase, carcajadas atronadoras. Y ahora los halagos “Buena puntería. Le diste en el centro justo”, ella se ahueca, bromeando “Tengo buenos maestros” Y un “gracias” general. Están eufóricos. “Cuando te ladeaste creí que te habían dado. Me llevé un susto de muerte” “Y tú no vuelvas a hacer tonterías. Cuando te digo que ahora no, es por algo, ¿vale?” “Vale, pero no te enfades, te pones muy feo”, se burla con muy buen humor la chica del chico. La joven, que de pronto se había quedado seria, recobra una sonrisa melancólica. Nadie hace preguntas, aunque todos se han percatado del gesto. La chica comprende. La joven había perdido mucho. “Pero aún te queda mucho” Y las dos se abrazan conmovidas y conmoviendo a todos, hasta a él, por más que disimulara, porque aquello le importaba.

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¡AL RICO BOMBÓN HELADO!. Aquel grito fresco y estival llegó a sus oídos tan distintamente como si alguien en verdad lo hubiera lanzado al aire con alegría, pregonando su mercancía a los cuatro vientos, voceándola al Norte, al Sur, al Este y al Oeste. Le entró nostalgia. ¡Cuánto daría por poder ahora lamer un helado paseando por el parque vestido de verde, tocado de azul y de amarillo!

“¡Bieeen! Se me ha ocurrido una idea. Hagamos un baile de disfraces” “Tú estás loca”. La exclamación había cogido por sorpresa a todos, atareados como estaban cada uno en sus propias cosas. Y la proposición había sido calibrada como una tontería indigna de la más mínima atención. Pero la idea ya se había instalado en su mente y comenzó a desgranarla en voz alta con tal entusiasmo que llegó a contagiar a todos. Se frotaban las manos ante tal perspectiva y el hermano tuvo que imponer la sensatez y devolverlos a la realidad, salvo a él, que participaba de su cordura.

“¿Os molesta que os recuerde que esto es la guerra? No estamos en una sala de fiestas, ¿os vais percatando?”. Ella lo miró rencorosa. “Ya la fastidiaste. ¿Por qué no te has dado un punto en la boca?” Y estaba casi a punto de llorar. Lo había visto ya hecho... ¡Maldita guerra! La emprendió a puntapiés con una piedra del tamaño de una nuez y desahogó en ella su mal humor, que se evaporó como se evapora el rocío sobre los pétalos suaves y fragantes de la rosa al contacto amoroso del primer rayo de sol.

“Os quiero, os quiero, ¡y os quiero!”, gritó con toda su alma ante la sonrisa de todos, que conocían sus arrebatos.

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Revisaban las armas, las limpiaban y ajustaban, cargadores, seguros, gatillos, cañón, todo. Se esforzaban en mantenerlas SIEMPRE A PUNTO, por lo que pudiera pasar.

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Ya se ponía el sol dejando en el horizonte su huella de fuego, fijando en la raya del horizonte su roja huella de sangre y fuego. Buscaba la protección verde, sinuosa e imponente que le ofrecían las cimas onduladas de las montañas, senos cuajados de savia sustentadora, regazo acogedor de madre verde sus faldas. Avanzó sin prisa una nube rosada, se detuvo, contempló la ciudad al atardecer y prosiguió su marcha lenta y calmada buscando otro horizonte que contemplar en el crepúsculo de seda y oro viejo.

Momentos de indolencia muelle y tranquila bajo un sol de justicia. Silencio y calma. Sopor. Nada que hacer a tales horas. También el enemigo necesita descansar. Y ellos. La chica está tendida boca abajo sobre un colchón. Afuera, él dormita bajo un árbol y ella ha tomado su pecho por almohada. El hermano no está, ha ido a otro lugar a resolver un grave asunto. Tan sólo la novia y el chico montan guardia. Entretienen su tiempo leyendo (la novia) y pensando (el chico), a la espera de cualquier posible eventualidad.

Él despierta y siente sobre su pecho el peso de la cabeza de ella. Con cuidado se incorpora y la acomoda sobre sus piernas. Ella se revuelve inquieta. Algo le cosquillea la nariz. Es él, que con una mata de hierba pretende despertarla, y con su risa malintencionada y mal contenida. Ella abre, perezosa (“Perezosa”) los ojos, chicos de sueño. Siente los labios resecos y tirantes. Los humedece con la lengua. Con ayuda de él se sienta y se cuelga de su cuello, mientras apoya la cabeza en su hombro y respira hondamente.

“Tienes vaguitis, ¿eh?” “¿Yo? ¡Qué va! Es sueño” “Ya”. Un “ya” lacónico cargado de ironía. Caminan despacio, tomados por la cintura, hollando la hierba blanda y fresca que les ha deparado el descanso. Él lleva una brizna en la boca. Apuran el paso sin darse cuenta.

Sus corazones estallan violentamente, golpean con furia, se aceleran hasta el vértigo en la fracción de segundo en que se deja oír la explosión más horrísona y escalofriante que han tenido que soportar hasta ahora. La lividez les baña el rostro y las manos y el sudor frío del miedo les surca la frente. Jadean. No aciertan a decir nada. El cielo va cubriéndose. Ya no hay en él oro y mar. Sólo ceniza y fuego. “Ha sido lejos”, articula él. “¿Tú crees?”, ella habla con dificultad, como ausente. “Estoy seguro. De lo contrario no podríamos ya dudarlo”. Ella le mira a los ojos aterrada. Se abrazan apasionadamente. Él apoya en su cabeza la barbilla. Ella esconde en su pecho la cara. Aún jadean. “¡Dónde!”, grita ella de pronto, histérica. Su hermano está lejos. La explosión ha sido lejos. Pero... “¿dónde, Dios mío? ¿dónde?”. Él pone en juego toda su ternura para tratar de calmarla. Dentro, la novia llora sobre el hombro del chico preocupado. La explosión ha sido tan atronadora que no han podido determinar de dónde ha procedido. Él temía tener que recurrir a solución más drástica para acabar con la histeria, pero no ha sido así, ha bastado la ternura. Ahora llora mansamente ella contra su pecho.

La radio, al cabo de un rato, comienza a sonar. Alguien intenta comunicarse. La novia corre hacia el aparato, temerosa y esperanzada, tiene un presentimiento indefinido. Se abalanza sobre la radio y sus manos giran botones hasta conseguir establecer comunicación, muy mala al principio, clara después se oye (“¡Gracias, Dios mío!”) la voz del hermano. Confusión. Él y ella se besan felices, aliviados. “¿Cómo estáis?” “Bien, bien. ¿Cómo estás tú?, ¿cómo estás tú?, di” “Bien, cariño, bien. ¿Estáis bien todos?” “Sí, sí. Ven pronto, por favor. Quiero verte. Queremos verte” “Y yo a vosotros”. Momentos de emoción intensa. Embargados por el perfume embriagador de la alegría, borrachos de felicidad, ebrios de gozo: ¡viven! Ella habla con el hermano, con su hermano.

Ya calmada, tratan de enterarse de lo sucedido a través de la radio. La novia no consigue sintonizar ninguna emisora. Tras hora y media de ímprobos esfuerzos, establece contacto con una lejana ciudad. Se inicia un diálogo interrumpido continuamente por interferencias no controlables. De las frases tan defectuosamente captadas, la novia entresaca algunas coherentes que le informan más o menos exactamente de los hechos acaecidos. Transmite sin demora a los demás el mensaje recibido: la explosión ha tenido lugar a setecientos treinta kilómetros exactamente y lo ha destruido todo en un área de quinientos alrededor del núcleo. Apocalíptico. La desolación barre su alegría. Los invade una tristeza serena, rabiosa; no ha podido ocurrir una desgracia semejante, pero ha ocurrido. Una masacre fría y premeditada por la mente más sádica, cruel y retorcida de todos los altos mandos enemigos, sobre eso no hay duda.

“Hay que acabar con esto. Ya no podemos aguantar más. Tenemos que destruirlos AHORA”, habla él con énfasis y su cerebro busca una manera... Tienen que conseguir la victoria, la derrota significaría la muerte y la extinción y ellos no desean ni lo uno ni lo otro.

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LA CHICA NO TIENE RECUERDOS.

El chico, en su juventud, ha perdido ya mucho.

Todos han perdido a alguien: la madre, el padre, un hermano, una mujer, un hijo, todos a alguien, maldita guerra. ¡Las vidas que ha costado...! ¡Qué de vidas se lleva cobradas...!

El chico era feliz, un rebelde, inconformista, pero feliz. Joven, al fin y al cabo. Y como cualquier joven. LOCO POR VIVIR. Hasta el comienzo de la lucha su vida transcurría entre yuhuuus y diversiones con sus amigos y amiguetes. Había perdido las diversiones y los amiguetes. Había hecho otros amigos. Ya no había ocios transcurridos en bailes, excursiones en moto, chicas... Ahora es la chica. Ahora es la guerra. Siempre le gustaron la acción y los líos. Un chico muy sano. Ahora, algo más que acción, peligro de muerte; algo más que líos, lucha titánica. Hombre bruscamente. A veces daría algo por volver al tiempo inmediato de sus recuerdos, y lo daría todo por discutir de nuevo con sus padres, pero ya no están... todo por... Discutir de nuevo con ellos supondría estar vivos y juntos. Cuando sus ojos se perdían y su mano rasgueaba las cuerdas de la guitarra distraídamente, sin darse cuenta, sabía la chica que entonces era mejor dejarle solo con sus pensamientos... o a su lado, en silencio, sólo haciéndole sentir su presencia.

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Ella se sentía en aquel momento ajena a toda tristeza: la alegría y la consciencia de su juventud exultante eran más fuertes que el cúmulo de tragedias que les acontecían. Respiró como queriendo inspirar todo el aire y hacer provisión de él. Salió a bailar cantando ella misma una canción tan divertida y dinámica como su propio ánimo de aquella tarde. Oía una música que no sonaba más que en su cabeza y que la obligaba a bailar con todo el cuerpo, brazos y piernas. No podía disimular su felicidad: le salió a la cara en forma de sonrisa ancha, luminosa y limpia. Sentía la necesidad de agotarse en aquel agradable, maravilloso y saludable ejercicio. El hermano la miró con una mezcla de ternura, admiración y reproche. “Y aún tiene ganas de bailar...” “Son los años. ES MUY JOVEN”, justificó la novia. Y los dos sonrieron.

“¿Qué miráis? Venga, a bailar” “Yo sólo bailo boleros”, rió el hermano. “Pues vamos. Un bolero. ¿Qué más da? Pero luego un poco de marcha, ¿eh?”. Y terminaron por bailar todos, porque era imposible oír aquella música y resistirse. Imposible y absurdo. El r. no comprendía del todo, pero también acabó por dejarse llevar. Y la música lo arrastró dulcemente, y dio vueltas y vueltas. Y la música cambió y le hizo bailar con energía desaforada. Y de nuevo se encontró entre brazos femeninos, las caras juntas y los cuerpos en armonía, la música suave...

La tarde moteada de sonrisas y el horizonte rosado del crepúsculo. “El horizonte no es rosa” Y una luz húmeda asomó a los ojos de ella. Él se le acercó por la espalda y abrazados contemplaron la puesta de sol, tan acompañados, tan solos en su abstracción, moviéndose suavemente al compás de la música que no oían, cerrados los ojos y el corazón abierto. Sintió los labios de él en su cuello y se entregó a la caricia. Cayó la noche y sorprendió su amor entre aromas que creían percibir, bajo la luna pálida y erizos de plata titilantes. Ajenos a todo lo que no fuera ellos mismos, no oían más que sus respiraciones lentas y profundas.

La magia sucumbió a sí misma. Oyeron las voces de sus amigos, se percataron del silencio de la música, se besaron como último tributo a la tarde que se había despedido y se reunieron con su gente, con su gente maravillosa.

Alguien había sacado una baraja y en la baza siguiente se incorporaron a la partida. Jugaban dinero, pero no era un aliciente, porque en su situación de nada les servía, sólo era un papel con una bonita decoración o un pedazo de metal que podían hacer rodar y bailar para entretenerse. “No exageres la nota. Aún podemos comprar algunas cosas en alguna parte”, rompió ella el efecto melodramático.

Una risa estentórea brotó de su garganta: el profeta acababa de descubrir su juego, el mejor. “A ver si aprendéis”, ríe. “A mí me has limpiado. Me quedo de mirón”, el chico hace un gesto de resignada contrariedad. La chica lo mira y no puede disimular una sonrisita irónica. El r., incapaz de marcarse un farol, es presa fácil para la psicología que el profeta despliega en la siguiente partida. Pero no todo va a irle bien: la joven gana y vuelve a ganar. Le ha dado una lección al profeta.

En la tranquilidad de la noche, el hermano piensa y piensa. Tienen que hacer algo definitivo, pero, ¿qué?, y ¿cómo?, y además cuanto antes. Ya dura demasiado la pesadilla. Discurre mil y una ideas, pero todas le parecen descabelladas. Tal vez aún no ha llegado a ese punto en que la desesperación hace recurrible cualquier acción, por absurda y loca que parezca, encaminada a destruir aquello que la causa.

Con un bolígrafo emborrona un papel blanco reflexivamente, es un mecanismo que le ayuda a concentrarse. Poco a poco los trazos van definiendo algo concreto y plausible. ¿Será posible...? La luz se ha abierto paso a través de unos garabatos inconscientes. Necesitaba pensarlo, pensarlo cuidadosamente, estudiar cada detalle con la mayor atención. Se aplicó con frenético afán a aquella tarea que podía fructificar en la destrucción de la pesadilla que estaban atravesando, porque no dudaban ya que tal situación sería pasajera, aunque tuvieran que dejar la vida en el empeño, con lo cual para sus propias individualidades no lo sería, pero sí para los que vinieran detrás. Esquematizó conclusiones una y otra vez y una vez y otra las destruyó porque no servían. Casi al amanecer le rindió el sueño, se le impuso el agotamiento de su frenética actividad.

La novia lo encontró al día siguiente sentado al borde de la silla, con los brazos extendidos sobre la mesa y la cabeza hundida en un montón de papeles arrugados. Se acercó a acariciarlo mientras sonreía enternecida. Fue a preparar café para ofrecerle la primera taza al despertar. Ella despertó y se acercó a su hermano. Lo despertó con suavidad, con caricias y a media voz. Cuando reaccionó se sentó en sus rodillas. Llegó la novia con dos tazas humeantes. “No sabía que estabas aquí” “Tranquila, voy por una”, y ella une la acción a la palabra y los deja solos. “Deberías echarte a descansar. Puedes guardarte las ojeras en el bolsillo” “¿En el de la cartera?”, bromea el hermano. Sonríen. Han acabado los cafés. “Oye, ¿dónde habrá ido a buscar el café la chiqui?”. Van reuniéndoseles todos los demás. “¡Hola, madrugadores!”, saluda la joven. Ella llega y ofrece a la joven una taza de café. “Te he oído llegar”, explica mientras le alarga la taza. “Gracias. ¡Hmmm! ¡Cómo huele! Esto resucita a un muerto. Oye, ¡qué cara tienes! Y esos papeles... Te has pasado la noche en vela, ¿verdad?”. El hermano hace un gesto afirmativo. Oyen a la chica despertar a los demás. “Venga, arriba. ¡Que luego se os hace tarde para la siesta”. La exageración provoca un arranque de risa en los que la oyen. Pero resulta muy eficaz: a los pocos minutos están todos, con hambre de lobos, en la sala, dispuestos a devorar como desayuno lo que haya a mano. Están en forma. “Voy a estirar un poco las piernas” Él se siente entumecido. “Sí, hazlo, que te va a hacer falta”, el hermano sabe cómo excitar la curiosidad de los demás. “¿Y eso?” Él está en medio de la puerta. “Ya lo sabrás”. “¿A qué viene tanto misterio?”, el profeta ya está impaciente. Pero aún no es el momento de descifrar la clave de su secreto, antes tiene que madurar éste. Cuando la perfección sea absoluta, entonces habrá llegado el momento. Pero ahora no. Aún es pronto y no está la situación como para echarlo todo a perder por precipitarse. Conviene esperar, atar todos los cabos, prever todas las posibilidades, subsanar todos los errores posibles antes de que sean cometidos, porque de lo contrario podrían pagar muy caro por ello. Todas estas cosas pasaron por la cabeza cavilante del hermano en el escaso tiempo que el profeta tardó en formular su breve pregunta.

“Vamos a desayunarnos con las noticias” Y respondiendo a la indicación del chico, la novia se sienta frente a la radio y empieza a manipularla. Consigue algunas comunicaciones y los mensajes que recibe son desalentadores. “Déjalo. Nos va a sentar mal el desayuno” La novia sigue la sugerencia de la joven. “Sí. Es mejor que lo deje para más tarde. No quiero que se nos estropee la digestión”. Están apabullados. “Si seguimos obteniendo victorias tan rotundas, pronto ganaremos y la guerra habrá acabado”, ironiza enfadado el profeta. Pero el r. no ha captado la intencionalidad de la frase y se muestra asombrado ante la contradicción entre el contenido de la misma, por una parte, y por la otra, el tono en que su amigo la ha pronunciado y las noticias que ha oído.

Él regresa y advierte el pesimismo que flota en el ambiente como burbujas de gas tóxico. “¿Ocurre algo?” “Lo de siempre. Vamos ganando la guerra”, el profeta continúa ironizando. Es como una defensa. “Bueno, ¡ya está bien! Ésta no es manera de empezar el día. Arriba los corazones. Algún día la victoria será nuestra. Ellos ganan, de momento, pero cuando ganemos nosotros será de una vez por todas. Y ahora quiero ver cómo sonreís”, la chica se ha apasionado expresando su pensamiento. “La guerra no se acaba porque ninguno se resigna a perder, a renunciar a aquello por lo que lucha. Por eso el final vendrá sólo cuando no los dejemos en condiciones de continuar luchando, cuando los destruyamos”, el hermano casi los convence, pero algo en sus corazones se resiste a admitir esa lógica. No es posible, su aspiración no es extinguir a sus enemigos, sólo vivir. Tiene que haber otra manera... Es triste todo. El instinto de conservación en lucha con los sentimientos humanitarios. “Ya está bien por hoy de filosofías, ¿no creéis?. Vamos, una sonrisa inmensa, por favor. Señorita... muy bien. Y usted, caballero, no se resista. Bien” La joven sabe echarlo todo a broma cuando conviene. En otro tiempo era muy... llorona. Tenía tendencia al melodrama. Pero eso fue en otro tiempo que las emociones vividas desde entonces hacen parecer más lejano de lo que es en realidad.

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El r. mira a la chica y sonríe. Aprenden el uno del otro y aprenden mucho. Son un poco protectores mutuamente. La chica despide al chico. El chico sube a la rubia y se marcha a comprobar cómo andan las cosas por los alrededores. “Espera”. El profeta va con él. El r. también. Ella oye decir que tengan cuidado con no sé qué del vehículo. “Sí. Pues es lo único que nos faltaba. Si se estropea la rubia, adiós” “No seas gafe”, reprocha la novia. “Adiós”, con la boca y agitando las manos. Una luz un poco triste en los ojos de la novia, esos ojos transparentes y bellísimos. Una luz que ella ha advertido y se apresta a consolar. Se sonríen enlazadas. “Vamos”. Y pasan adentro con un suspiro de resignación porque lo saben todo. Saben que son hermanas por amor al hermano. Saben que son amigas. Saben que la guerra las ha unido. Saben que sin la guerra la novia y el hermano no serían. Saben... Y agradecen, sangrando su interior. Agradecen el amor, la amistad, agradecen la guerra que odian y desearían acabar ya, como se acaba un mal sueño. Y ELLA PIENSA EN ÉL, en que sin la guerra jamás lo habría amado, probablemente. Y no se perdona el sentirse agradecida. Aunque alguna vez llegará a hacerlo.

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Zumba una mosca. Le distrae de su malestar. Se lanza a la caza de la mosca. Se le escapa, una vez y otra... “¡Ya te cogí!”, tono triunfal. “No has perdido práctica, ¿eh?”. Ella era una experta cazamoscas en la herida reciente de su adolescencia casi truncada. Un modo como otro cualquiera de pasar el rato, según el hermano; una terapia contra cierta clase de aburrimiento, según ella. Tal vez fuera verdad. Encogimiento de hombros. Tumbada en el suelo, con un papel bajo la nariz, mordisqueando la parte superior de un lápiz a medio gastar y con la punta afilada “... a hachazos”. “¿A que queda bien?” “Sí. Es un gran invento. Paténtalo”, se estruja el cerebro para escribir una canción. Lo malo es que no sabe sobre qué hacerla, y claro, así no hay inspiración que valga. El chico pondrá la música “y cuando acabe la guerra será un éxito, y nos haremos famosos, ya veréis”, bromea ella recuperando del todo su buen humor.

La joven sigue la broma “Espero que no os olvidéis de cuando erais unos pobre mendigos y yo, generosa, os tendí mi mano”. Nadie contiene la risa. “Idiota”, y ella le lanza un cojín. Son un par de gansas. Al menos eso dicen todos, claro, que para lo que les importa... Se despiden antes de que él suba al coche. Una caricia y un “te quiero de vuelta” dicho con miedo y esperanza, como una súplica y una advertencia (“Ten cuidado” “Cuídate”, algo así, directo), todo eso en una mirada y siete segundos. SIETE SEGUNDOS, CUATRO PALABRAS, UN MUNDO, un mundo sin intrusos, nadie sobra, algunos faltan. Es una red que los ha ido cercando, los ha envuelto poco a poco. Ellos no se han percatado, pero ahora son un mundo dentro de otro mundo al que luchan por salvar. Pero tal vez la salvación de ese mundo destruya el suyo. Y tal vez eso sea bueno. Llega un momento en que la red es tan tupida que no permite pasar el aire y ese mundo que está dentro de ella necesita oxigenarse, dispersarse para salvarse. O él mismo red, envuelve, ciñe cada vez más a sus miembros y no deja pasar oxígeno a sus pulmones, los ahoga. Entonces hay que romper la red y escapar de ese mundo que ha sido todo. Y no es fácil. Duele. Quedan enganchados en la red jirones de piel, porque la red es fuerte, muy fuerte, y el esfuerzo por escapar, ímprobo. Lo piensa y llora. Tal vez sean mejor sólo unas vacaciones...

Ésa sería sin duda la solución. Se disipa la melancolía, la nostalgia del presente a la que invariablemente conduce la nostalgia del pasado. No hay unión más íntima que esa. No hay unión que produzca tanto dolor y tanto placer. Bucear en el mar conocido del pasado. Trasladarse al futuro para sentir desde el presente nostalgia del mismo. Tres dimensiones para un mundo, para una sensación de nada que acompaña la vuelta al ahora. Acaba el sueño y los ojos se limitan a ver, se limitan a recoger las imágenes del ahora palpitante. El viaje a través del tiempo va desgastándose por sí mismo, es un viaje limitado y agotador. El ahora es un lugar donde reponer fuerzas y seguir en el presente, hasta otra.

Ella ya está en el ahora, ni siquiera le queda conciencia del presente. “¿Qué es lo que van a hacer exactamente?”

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Noche de luna. SU PRIMERA ROSA. Sueño breve de verano. Al fondo, el mar. El gran pájaro blanco brilla y refleja la luna en sus alas.

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Y de nuevo el presente. No es fácil. No es fácil sobrevivir. No es fácil decir sin hablar. Hay difíciles tantas cosas...

Pero no cuando se es joven. La juventud es la fuerza, el empuje, el amor al reto. No va a poderme. Lo voy a conseguir aunque sólo sea por demostrar que puedo. Ese orgullo juvenil que tienen ella, y él, y el chico, y el hermano, y la novia, y la chica, y el r., y la joven, y el profeta...

LA JUVENTUD NO SON LOS POCOS AÑOS.

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Era como si los pocos, poquísimos años que llevaban juntos hubieran sido toda una vida: conocimiento y serenidad. Aceptación. Cansancio y resignación. Amor. Concesión, ilusión renovada, renuncia sin queja. Todo en una sonrisa, todo en una mirada. Un mundo. Darlo todo y no pedir nada, respeto y libertad. Él es antes. No pide imposibles, mas ¡ay si...! Sólo por una vez... Pero ES ASÍ. Así. Siempre lo supo. No quiere seguir luchando. Está cansada ya. Sus miembros no responden. Cambiar. Un estímulo. Variar. Un suspiro y una mirada triste, dulce y amarga al horizonte. Está todo en sus ojos y él lo ve. Comunicación perfecta. Un alma sola. Lo saben todo. ¡Qué placer quedarse así! ¡Así ya para siempre! Con el amor. La música del amor que suena sólo en sus oídos. Música suave “cheek-to-cheek”, sin moverse apenas, tan suave... tan suave... Ha sido su reposo.

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Y va pasando el tiempo... ¡Adiós, verano! Y la guerra maldita continúa. ¡Qué triste Navidad! Las estrellas, relámpagos; la tregua, tensión. Alerta. Pero suenan las voces con alegría y con esperanza. ¿De nuevo el milagro de la Navidad? De nuevo. De nuevo el milagro de la Navidad. Otra vez la Navidad. Otra Navidad. Cantan, las manos unidas, los corazones también, aferrándose a su unión, el instrumento del que ha de servirse la Navidad para realizar su milagro... Su regalo caído al pie del árbol. Caído al pie del árbol de los deseos.

Ha nacido Dios. Todo es bueno. Todo tiene que ser bueno. Brillo de Navidad en los ojos. Hasta él ha bajado la guardia y ha demostrado que no es un mármol blanco y frío, como la nieve que cae fuera para adornar la Navidad, blanca Navidad. “La blanca Navidad...”, muchas son las voces y sólo un espíritu, EL ESPÍRITU DE NAVIDAD.

Una estrella fugaz. ¿Será la de Belén? Ella, entre sus brazos, solos bajo la bóveda oscura y nocturna del cielo, pide un deseo. Sus labios no se han movido, pero él lo ha adivinado. “Dímelo”, le susurra al oído. “Si lo hago no se cumplirá” “Pero tú y yo no tenemos secretos, ¿verdad?” “Mmmm, yo no estaría tan segura”, y una leve risa que armoniza con la noche y no rompe su silencio mágico. Cae blanda y blanca la nieve y corona sus cabezas. “Querría que llegáramos a esto”, sonríe ella y él sonríe también. Sus cabellos hebras de nieve... ¿Podrá ser? Ella así lo espera y él... Él no piensa nada. No quiere mirar más allá. Quiere vivir ahora, plenamente. Pero la ama demasiado para no dejarla soñar. Y él es tan feliz cuando la ve soñar...

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Algo se respira en el aire, algo malo que se dibuja en el rictus de su boca y en los ojos cortantes de él, en su gesto especialmente adusto. “Si vas a hacerlo, hazlo ya”. Y a eso él contesta con un gesto ácido que a ella le duele más que una bofetada.

El chico llega jadeante de entusiasmo. Ya ni discuten. No hablan. Todos prestan atención al chico, que la ha conseguido con su voz entusiasmada. Una nueva oportunidad. No es la definitiva, pero es importante. Lo escuchan. Casi los gana también el entusiasmo, pero se impone la sensatez. No pueden dejar ningún cabo suelto. ¿Tienen realmente posibilidades? No pueden saberlo sin antes haber estudiado todo, hasta el detalle más insignificante. “No te pases. NO HAY PARA TANTO”, la joven trata de frenar lo que considera un exceso de sentido común del hermano.

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“No quiero meterme donde no me llaman, pero alguno tiene que dar el primer paso”, el hermano le da un buen consejo, pero ella no está muy dispuesta a seguirlo. Todavía le puede el orgullo. Pero es que también él es orgulloso. De todos modos, ya está aburrida de su propio enfado. EN ALGÚN LUGAR, ÉL PIENSA LO MISMO. No puede discutir, con ella no. La quiere demasiado.

El r. lo intuye todo, porque tiene la sabiduría del corazón, y sonríe con su sonrisa especial. “¿Qué es eso tan divertido?”, al profeta le resulta a veces incomprensible su amigo el r.

Le duele un poco la cabeza, pero rehusa tomar alguna cosa. Se le pasará solo el dolor. Sale fuera y busca un lugar tranquilo para relajarse. La sombra del fresno puede proporcionarle la calma que necesita. Se refugia allí. Todo está en silencio. Apoya la espalda en el tronco, cierra los ojos y trata de no pensar. Sólo quiere tranquilizarse y acabar con esa presión en su cabeza. Tal vez si cierra los ojos diez minutos... El remedio natural no falla nunca. Se encuentra como nueva. El dolor atenazante ha desaparecido. Le han vuelto las energías que le son propias. Sin nada que le martillee el cerebro, es fácil ser optimista y facilísimo estar de buen humor, al menos para ella. Emprende el camino de vuelta, aunque se encuentra tan bien allí que preferiría no marcharse. Bueno, ¿y por qué va a hacerlo? Nadie la reclama, no tiene nada especial que hacer y no le apetece irse. Los argumentos para quedarse son de lo más convincente. Se deja caer y se tumba en el césped. Entona una canción. “Lástima no tener aquí la guitarra”, piensa; el chico la toca como nadie. Pero no por eso deja de cantar. Para un momento para respirar. Una nueva pausa, pero esta vez porque lo exige la canción. No recuerda muy bien la letra y se detiene un instante para tratar de recordar la segunda estrofa, aquélla que dice... ¿cómo dice...? Sí. Continúa. Al finalizar, unos aplausos burlones premian su interpretación y un ¡bravo! entusiasta brota de la garganta de él. “¡Otra! ¡Otra!”. “Gracias, gracias, querido público. Firmaré autógrafos a la salida. Pueden seguir aplaudiendo”. Se ríe de sí misma. Sabe que no ha nacido para cantar, pero tampoco cree ser la Caballé o Kiri Te Kanawa, así que vaya lo uno por lo otro. “Te quiero” “Y yo”. Ríen, juegan. Se sienten felices en medio de aquella tormenta horrible, de aquella guerra tan sin sentido como cualquier otra, con tanto sentido como cualquier otra, la lucha por sobrevivir, por seguir siendo, y estando. Se avergüenza de su miedo. No se avergüenza. Le hace sentirse tan viva como el amor, como la alegría, como el dolor. Forma parte de sí, parte de su humanidad: un caos de sentimientos, garantía de su ser, de su existencia, estructura cambiante de su persona inmutable. “¿Sabes? Cuando era pequeña...” “¿Sí...?”, interrumpe él bromeando. “Sí”, arruga ella la nariz, le saca la lengua y prosigue “Cuando era pequeña tenía un perro, un pastor alemán precioso. Lo llamábamos Whisky. Era precioso, grandísimo. Yo me encargaba de darle de comer y lo sacaba a pasear... Bueno, no era eso, es que siempre iba conmigo, me seguía a todas partes. A mí me gustaba mucho jugar con él...” “Para, que ya veo la comparación...”, continúa burlándose él. Y ella contesta con una risa “Idiota” Ahora las carcajadas sofocadas son de los dos. Cómplices. Miradas, sonrisas de inteligencia. no necesitaban hablar, ¿para qué?. Sus ojos hablaban por ellos, sus sonrisas, sus risas traviesas, sus gestos todos. Y de fondo la brisa, suave, agitando las ramas, filtrándose entre las hojas de los árboles, entre las hojas de los árboles de troncos robustos. Y al fondo, alegría verde sinuosa, verde tapiz, espejo sin envés que murmura en su carrera destellos amarillos que se deslizan por las hojas, en silencio suave, y acarician el espejo susurrante. No hay música más dulce a sus oídos. Todo para el momento. Tal vez mañana no sea así, pero ahora no es mañana. Ahora no hay tiempo, se ha detenido, se ha quedado enredado entre las hojas: pretendía sorprenderlos como un ladrón, justo castigo. Y, amigo el bosque, frontera enmarañada para el tiempo. Sólo aquí, ya no hay ahora ni futuro -¿lo tiene la eternidad?- sólo el espacio, sólo el bosque, ayuda vertical, ayuda verde, guiñador travieso: él lo sabe todo, pero callará; él lo oculta todo.

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“¡La radio!” La novia se abalanza literalmente sobre ella. La comunicación no es buena, las interferencias son muchas. Busca una frecuencia mejor. Parece que... pero no. Un poco más a la izquierda. ¡Uh! ¡Casi! Hay que intentarlo de nuevo. A la derecha... ¡Ya! ¡Ya! “Ahora te recibo perfectamente. ¿Cómo estás?”. Pregunta inútil: aunque estuviera mal no iba a decírselo. El hermano resume las noticias, es conciso en su exposición. “¿Cuándo vuelves?” “En cuanto pueda. MI TRABAJO AQUÍ YA ESTÁ HECHO” ¡Vaya! Ésas sí son buenas noticias. Todos se alegran de oírlo. Vuelven las interferencias. Ahora ya no importa demasiado. La comunicación se ha cortado definitivamente. Las palabras del hermano han levantado una ola de entusiasmo. Muchos proyectos bullen ahora en sus cabezas. Aún tienen que tomar forma. En unos casos, será la forma final fruto de un laborioso proceso mental; en otros, la intuición se desarrollará de inmediato mediante un proceso verbal. Sí, éste es su caso y los demás se ven obligados a soportar su oratoria, ese chorro de palabras rápidas, rapidísimas, que van dando vida a un plan al cual ella misma llama perfecto. El chico sube la voz “Respira, respiiira”. El profeta ha madurado mentalmente su idea inicial y espera a que ella termine para exponerla. El r. no dice nada; observa, parece preocupado, da la impresión de no compartir el entusiasmo general. Hay algo en sus ojos... Algo que sólo advierte la chica. Ésta lo sigue hasta el cuarto contiguo. Ya solos, se sienta junto al r., lo mira en silencio, el r. sonríe con su sonrisa especial. “¿Qué ocurre?” Y el r. le cuenta... El r. le confiesa algo que sólo él mismo conoce y que tal vez no debiera decirle. Pero es su amiga... Se trata de sus amigos...

Tiene que hablar... Deben saberlo. Sí. Lo dirá. Primero a la chica, y luego -”Vamos, hay que decírselo”- salen, se reúnen con los demás. La chica les pide atención. “Tiene algo que contar” “No es agradable, ¿verdad?”, aventura el profeta guiado por un sexto sentido infalible. “No, no lo es”, el r. pone cara de circunstancias, una cara auténticamente compungida y se decide a empezar por el principio, como le ha aconsejado el chico resignadamente. Balbucea un poco y por fin se sobrepone al disgusto y es capaz de articularlo todo seguido, de corrido, como si lo hubiera preparado, como suelta uno la cerilla que lo estaba quemando. A todos les cae la información como un mazazo. Todos sus planes, y con ellos su entusiasmo, se han venido abajo. Y ni siquiera ha sido la causa todo el discurso del r., en realidad hubiera bastado una sola de sus palabras: “traición”.

“Tenemos los hados en contra” -¡qué extraña expresión en boca del chico!- “No seas cursi”, le reprocha la joven, que , a pesar de todo conserva su buen humor. Quedan ya lejos los tiempos en que siempre estaba confusa y con el llanto a punto. “Hemos salido de otras peores, ¿o no?”, pero no está muy convencida de lo que dice. “Calla. Necesito concentrarme”, una chispa de dureza en los ojos de él, y de crispación. El buen humor no es su fuerte, pero en estos casos no importa, son situaciones en las que aún más necesaria -sí, aún más que el buen humor, aunque el buen humor sea imprescindible- la inteligencia, y eso a él le sobra, y experiencia. Tal vez demasiada experiencia...

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Resolvió no decirle nada. Que sufriera como ya había sufrido ella sin la menor consideración por su parte. Iba a saber él lo que era bueno. El rencor la invadía. Estaba tan furiosa que la posibilidad sola de la venganza le hacía sonreír de placer con una sonrisa maliciosa, malévola, casi perversa. Ella hubiera querido estar a su lado y él no le dejó hacerlo. Ahora era ella la que le impedía compartir su propio dolor. Todo se reducía a que los dos tenían un fuerte carácter. Pero al ver el ansia que él tenía de darle su apoyo, de hacerla sentir que estaba a su lado, ELLA SE RINDIÓ.

Cedió la rabia y se abandonó al mismo tiempo al llanto y a él. Le habló de su vieja escuela y de las amigas que acababa de perder a manos del enemigo. “Se las han llevado”, sollozó escondiendo su cara en el pecho firme de él. La noticia había llegado, como todas ahora, por radio, y la novia, sin saber el alcance de lo que iba a decir, se la comunicó disgustada. Al disgusto siguió el susto de verla empalidecer primero, enrojecer después y buscar tanteando a sus espaldas una silla sobre la que dejarse caer. Estaban solas. Todos habían salido. La novia se agachó frente a ella y le cogió los hombros “Pero, ¿qué te ocurre?”. Cuando pudo articular las palabras se lo dijo. La novia la abrazó para consolarla y no dijo nada. No creía que las palabras sirvieran de nada en momentos como ése.

Repuesta de la desgracia hasta donde era posible, desapareció con el dolor primero también el rencor que le había guardado por su egoísmo. Pero hubieron de transcurrir días, días en que el dolor primero, punzante, agudo, se negaba a sucumbir al curso irrefrenable de su vida, días interminables en que ella toda era dolor. El golpe había sido muy fuerte e hizo avivar el fuego de otros dolores anteriores, tanto más intensos cuanto se trataba del producto de desgracias familiares, desgracias que le afectaban porque tenían relación estrecha con las personas que más quería en aquel entonces. Sí, porque ahora ese lugar, el lugar de la persona que más quería, lo ocupaba él solo y sólo él. Él, que lo había invadido a traición, que había irrumpido en ese lugar por sorpresa, sin previo aviso, con toda la fuerza de lo inevitable que no se quiere evitar. No se enamoró de él inmediatamente de conocerlo. Llevaba tratándolo un tiempo, el mismo que llevaban tratándolo todos los demás, sin que el menor asomo de amor por él se hiciera aparente. Y de repente, un día, bastó la confidencia de un tercero para que el amor surgiera todo de un golpe, como un castillo de fuegos artificiales: un triste cohete que no permite adivinar el estallido de color y de luz en que va a convertirse, que no da el menor indicio de la fuerza y el brillo en que va a estallar tan sólo con aplicarle fuego a la mecha.

Él nunca supo muy bien qué le había atraído de ella: menuda, frágil, demasiado niña, no parecía la mujer capaz de trastornar de amor a un hombre como aquél, duro, seco, corrido no tanto por sus muchos años, que no lo eran, como por la intensidad con que los había vivido, de aventura en aventura, sin un hogar, sin ni siquiera un lugar fijo para vivir, siempre allí donde el riesgo lo reclamaba con su llamada, tan poderosa sobre él. Conoció una vez el amor y la esperanza de un hogar y una guerra le arrebató con lo uno lo otro, dejándole un poso de amargura que ya nada ni nadie hizo desaparecer. Maldijo la guerra, maldijo el mundo. Y ahora el riesgo que antes amaba se convirtió en algo más. Ya no era una llamada poderosa, era dueño de él, sobre quien ejercía su imperio sin piedad, sin darle tiempo para el más mínimo reposo. Él era el riesgo.

Ella era joven y alocada, con esa locura maravillosa y explosiva de la juventud feliz. No había tenido nunca que enfrentarse a nada. Su vida era tranquila hasta donde puede serlo la vida de una jovencita toda alegría.

Pero la vida se encargó de crear otras circunstancias. La golpeó de pronto y tuvo ella entonces que desplegar toda su sabiduría intuitiva y su valor innato para no sucumbir al miedo, a la desesperanza y al enemigo. Ése fue el germen de un cierto amor por la aventura, mucho más equilibrado que el ansia desmesurada de él.

Eran fatalistas: lo que tuviera que ocurrir, ocurriría de todos modos. Virtud o defecto, en cualquier caso el fatalismo mostraba en ellos su doble cara: era el de ella un fatalismo positivo, encauzado por un supremo optimismo. El fatalismo de él parecía, al contrario, guiado por un pesimismo a toda prueba. Uno y otra se complementaban a la perfección. Una impresión superficial podía llevar a creer que eran opuestos, que nada tenían en común, pero no era así. Lo tenían en común casi todo: las mismas cualidades mostraban su haz en uno, su envés en otro. Los dos encajaban casi a la perfección, eran un todo en el que aún quedaba cierta libertad para las partes. Venían a ser como dos piezas de un rompecabezas, dos piezas que podían cambiar de posición sin dejar de encajar, dos piezas que al mismo tiempo eran en sí mismas un rompecabezas completo. Era, pues, lo suyo algo especial: un amor en libertad, un todo formado por dos individualidades que no habían perdido a pesar de ello ni un ápice de su identidad propia. Era simplemente genial.

No tenían ninguna conciencia de ello, se limitaban a vivirlo tan intensamente como podían.

Viendo esto, el hermano pensaba que la felicidad sólo se otorga como un premio a la inconsciencia, como una recompensa por dar rienda suelta a la vida, por sentirla hasta físicamente, por sentir incluso la sangre discurriendo por las venas apresuradamente, con la urgencia de renovarse y empezar de nuevo su ciclo vivificador y caliente.

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El profeta estaba sumido en sus pensamientos, encerrado en sí mismo como cada vez que planeaba algo genial. Era posible adivinar cuándo podía lanzar su ¡Eureka! por el brillo oscuro y afilado que desprendían sus pupilas inquietas. Y ahora sus pupilas tenían ese brillo delator. Pero sólo la joven se percató de ello. Con disimulo se lo llevó aparte y le sonsacó hábilmente la idea. Claro, que sabía perfectamente que el sonsacarle había sido única y exclusivamente porque el profeta se había dejado. De otro modo no hubiera oído palabra de él que le permitiera vislumbrar su idea. “Más vale que sea buena”, le advirtió cuando el profeta iba por fin a decírsela. Y, efectivamente, ese juicio le mereció. Compartieron en complicidad bilateral el plan, que fue un secreto a dos sólo hasta que se reunieron de nuevo con los demás, es decir, cuarenta y cinco segundos, más o menos, porque el profeta sostenía que las ideas se tienen para realizarlas y el llevar a cabo ésta había de ser obra de todos y a todos afectaba. La vida se había encargado de reunirlos en el mismo vagón de un TREN SIN RETORNO, para bien o para mal tenían que seguir juntos. Ellos habían aceptado lo que era por fuerza, no como una condena, sino como un regalo de la vida: los milagros del amor.

Porque se querían, por encima de sus diferencias, de sus enfados, de sus disputas sin importancia e incluso por encima de alguna pelea a puñetazos, se querían. Y esas peleas a puñetazos, escasas y graves, perdían su gravedad con la reflexión y con el olvido. No eran rivalidades tan fáciles de resolver, pero habían aprendido con el tiempo a aceptarlas y no se limitaban a sobrellevarlas: si alguna vez la vida determinara separarlos, iban e echar de menos esas rivalidades permanentes.

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“¡Qué calor!”. Pero no era una queja. Era vivificante. Nada tan agradable como ese airecillo fresco e intermitente que no luchaba contra el sol, sólo lo complementaba. Podía ver la playa. Se arriesgó a llegar hasta ella. Ni la guerra podía vencer a la alegría del sol, a la cálida alegría del verano. Un verano más, un nuevo sueño. Una sonrisa al contacto sensual del agua tibia. Una sonrisa de sol y de sal. Una sonrisa inmensa de felicidad. Ahora era feliz. Nada importaba el pasado, no importaba el porvenir. Sólo contaba el momento. Y ni siquiera lo necesitaba a él. Le bastaba con su amante azul, con su sonriente cómplice de oro. Se abandonaba a las olas. No oponía resistencia y gozaba así del dulce placer de la entrega. El mar susurraba a su oído cuando jugaba con él. Y cuando se sumergía y contemplaba el corazón del mar, su silencio y su soledad le parecían aún más bellos que la bella superficie. Entonces lo tenía para ella sola y ella era mar. El amor perfecto. Y entonces era completamente feliz. El reino del juego, el reino del placer. Serenidad y gozo.

No podía penetrar así el corazón de los hombres, fatiga doliente. Sólo podía penetrar así el corazón del mar, dulce fatiga de amor.

La mirada de él recorría la crujiente, cálida y amarilla alfombra de arena y la superficie rizada, la superficie lisa del mar, pero no la hallaba. Emergiendo entre las olas como una sirena con cuerpo de mujer, como una Venus humana no perfecta y por ello más hermosa, le sorprendió.

La recibió con una sonrisa de placer. La amaba y le gustaba. Le agradaba aquel cuerpo pequeño y delgado, aquel cuerpo menudo y vivaz, lleno de alegría de vivir, de joie de vivre. Con coquetería escurrió su pelo y sacudió graciosamente la cabeza para salpicarle con mil gotitas de sal azul. Él le siguió el juego y comenzó a perseguirla. Corrían, trastabillaban y reían a carcajadas. La alcanzaba, conseguía soltarse y continuaba el juego. No supieron el tiempo que habían pasado así, hasta que él logró cogerla por un brazo y cayeron forcejeando, rendidos, riendo de felicidad. Ella respiró hondo y tendió hacia atrás los brazos. Se cogió la muñeca y se contrajo. Se acomodó sobre la arena. Inventaron mil juegos aquella tarde y fueron plenamente felices. Ella siguió conservando su secreto, no le dijo que el mar era su amante. Pero él lo sabía. Como ella sabía también su secreto. No necesitaban hablar de ello.

Era la magia, la poesía del misterio. AQUELLA NOCHE ELLA SE DURMIÓ EN SUS BRAZOS, ALLÍ, SOBRE LA ARENA.

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“Tengo hambre”. Una risa de él acogió estas palabras. “¿Qué va a desayunar la señorita? Hay huevos fríos, fiambre de faisán, croissant, tostadas, café... Y para regar los platos fuertes, champagne” “Oh, sólo lo tomaré si es MOET CHANDOM” “Lo lamento, sir James Cook ha agotado nuestras existencias para esta mañana, pero tenemos...” “No se moleste, gracias. Creo que tomaré... café y tostadas”. Fue una manera de empezar la mañana con humor. Nunca olvidarían el día anterior.

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El calor era sofocante, pero nada mejor para ella: amaba el calor. A la novia el calor le hacía evocar otras tardes calurosas, siestas placenteras en la penumbra de una habitación en la que el aire se filtraba a través de la ventana abierta por entre los resquicios de la persiana.

Eran veranos de otros tiempos. En el verano presente, el calor persistía, pero no había ocasión para lo bueno que éste solía traer consigo, no había tiempo para juegos, descansos y diversiones. Ni partidas de cartas, ni memory, ni parchís, ni lectura, ni nada... Sólo alguna de estas cosas muy de tarde en tarde. Era triste. La novia lo sentía como un aguijón que la espoleaba: todo por recuperarlo.

Se veía ahora aquí, perseguida, huyendo, ocultándose, con un calor infernal que ya no sabía cómo mitigar, con un calor infernal que antes anhelaba por el simple gusto de librarse de él en el mar, en la piscina, en el río.

Pero todo estaba mal, cada vez peor, y si no hacía mucho aún habían podido darse ese placer en alguna ocasión sin correr excesivo peligro, ahora sería ya temerario, sería arriesgar demasiado, sería una completa locura, un suicidio, casi.

Ya no les servía ese refugio. Tenían que buscar otro urgentemente y tenían que encontrarlo ya. El enemigo estaba cerca, estaba muy cerca. Había que salir de allí cuanto antes.

Llegó el chico con buenas noticias. Ese nuevo refugio ya tenía ubicación concreta. Cada uno cargó en la rubia las pocas cosas que le quedaban, dieron un rápido último vistazo a lo que había sido su casa durante unos meses, y, sin detenerse más, partieron.

Siempre ocurría lo mismo: cuando empezaban a encontrarse a gusto en un lugar, tenían que abandonarlo. Tenían el corazón hecho jirones, jirones dispersos por todos esos lugares. Algún día reunirían los jirones y reharían su corazón, lo arraigarían en un lugar y ya no lo dejarían nunca. Eran nómadas a su pesar. Sólo él lo había sido casi siempre, y casi siempre por el gusto de la aventura. El hermano viajaba mucho, viajaba a menudo por causa de su trabajo, pero tenía un hogar, sabía, sentía que tenía dónde volver; él no, y ésa era la diferencia. La guerra había borrado esa diferencia. La había barrido como a veces barre el viento los malos pensamientos, la había diluido como a veces se diluyen en el viento los malos pensamientos. Están, pasa el viento y ya no están, y sólo queda la sensación de que no han estado nunca, de que antes sólo era el vacío, de que un instante después sólo es el vacío. Y es una sensación agradable, la sensación de que ese vacío está ahí exclusivamente para llenarse de cosas buenas. Y se olvida el miedo, y se olvida el rencor, y es la misma sensación la que nos va llenando, y es ella misma todo lo bueno que nos sucede, y con ella nos basta, y en ese momento todo lo demás no importa, sólo importa que nos sentimos bien, nunca como entonces nos sentimos limpios, nunca como entonces hay pureza en nuestro interior, nunca como entonces es rico nuestro interior, nunca, nunca como entonces. Porque es la nada dispuesta a absorberlo todo. Nada y todo sin límites, confundidos. Y es dulce, y se saborea, y sabe a verano y a alegría, y a todas las cosas buenas que soñamos y que esperamos alcanzar como se sueña alcanzar la luna, sólo porque es hermoso soñarlo, sólo porque la luna es hermosa. S-e-l-e-n-e. Blanca, plata, S-e-l-e-n-e. Y hasta su nombre es música, Selene, argentina, sonido alegre de cascabel, Selene la dulce, Selene hermosa, Luna. Luna de verano. ¡Qué hermosura! Y si la miras, podrás ver su sonrisa, la sonrisa etérea, LA SONRISA FUGAZ Y ETERNA DE LA LUNA. Y a veces la sonrisa se confunde con un guiño travieso, incitador, un guiño que invita.

Y sólo hay gozo, todo es gozo. Y se escapa un grito, se escapa el alma y acaricia la garganta cuando pasa: ¡Gracia a la luna! ¡Es bello vivir! Y se oye eterna e infinitamente porque borra el tiempo y el espacio y es siempre y en todas partes. La unidad. Lo perfecto. Plenitud.

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No les disgustó el nuevo refugio. A ella le gustó: seguía teniendo el mar cerca, muy cerca.

El hermano la sorprende mirándolo todo, con el afán curioso de conocer lo que a partir de ahora va a ser su casa, la casa de todos, y sonríe pensando cuán adaptable es la juventud. “Hace un momento aún se lamentaba de lo perdido y ahora ya está ilusionada descubriendo lo que se le ofrece. Es maravilloso. Es maravillosa”, piensa complacido, alegre, el hermano.

La novia es feliz porque el hermano es feliz, la felicidad de ella se contagia a todos y todos son felices.

Juegan la chica y el chico; juguetean, ríen. Discreción en los demás. Y malicia. La malicia les permite ser discretos. Una mirada de inteligencia del hermano y la novia, del profeta y el hermano y la novia, de la joven y hasta del r. y todos los demás. En el nuevo refugio, solos ya la chica y el chico. “¿Quién me acompaña a explorar los alrededores?”, había dicho el hermano. “Bonita excusa”, había pensado la novia.

Todos habían mostrado un extraño y repentino interés por los alrededores desconocidos. Todos menos los chicos, claro.

En el exterior, se dispersan. El profeta y él inician una auténtica exploración. La novia y el r. dan un paseo. La joven, el hermano y ella charlan apoyados en un carro, frente a la puerta, mientras el sol cómplice cae con toda su fuerza sobre ellos, sobre sus rostros expresivos y radiantes por efecto de su luz, sobre sus cuerpos ganados ahora por la indolencia, pero prestos a tensarse, dispuestos para la acción.

Amor. Se respira el amor. Se palpa el amor bajo el cálido sol de mediodía, bajo el hermoso sol de media tarde. Resplandores dorados, neblina dorada y difusa en el cielo de la tarde. Todo se desdibuja, todo se difumina en estelas de oro, transparente, blanco. Y les gusta estar juntos, y charlar, y no decir nada, y decirlo todo.

Ni siquiera la guerra es tan mala, les ha regalado la amistad, les ha regalado una oportunidad.

Ahora ninguno piensa en la guerra. Pero la guerra los persigue, los acosa, los obliga a huir, peregrinos de la guerra. Viven sin aliento porque carecen de tiempo para reponerlo, viven contra reloj porque la guerra los apremia. Una vida por un instante, una vida en un instante, respirar todo el aire en un segundo: no se sabe si al siguiente el aire faltará. Gozar, amar, sufrir, divertirse, encolerizarse, todo el gozo, todo el amor, todo el sufrimiento, la diversión y la ira en un momento de límites tensos al borde del desgarramiento por exceso de tensión.

Demasiada vida en un solo momento puede destruir éste y destruirse con él a sí misma. LA VIDA DE UN SOLO TRAGO AHOGA. No puede beberse así el buen vino, hay que saborearlo despacio, deleitándose en su aroma, paladeándolo lento, lento, dejar que su gusto dulce, su gusto seco, nos impregne la boca y nos emborrache el alma, ebrios de vida buena. Sólo la vida, sólo el vino, no satisfacen sino a quien nada espera. Buen vino, buena vida. Vino malo, resaca; vida mala, tristeza. Buen vino y buena vida alegran en el antes, el durante y el después.

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Él la cubrió con su cuerpo. Cayeron los dos. Él la rodeaba con un brazo y le protegía la cabeza con su mano. Ella se revolvió para mirar. Sólo vieron DESOLACIÓN Y FUEGO, MUERTE y desolación, muerte y fuego. Era atroz. El ataque los había cogido por sorpresa. Nadie, ni siquiera ellos, podía sospechar algo así. Las llamas ascendían, se elevaban oscilantes, insaciables de destrucción. Su hambre de muerte parecía no ir a calmarse nunca. Eran más y más voraces a cada instante. Un minuto sucedía a otro y aquella Parca ardiente, roja y amarilla, hacía oscilar su guadaña siguiendo el ritmo de su propia música, negra y quebrada.

Se despertó gritando, bañada en un sudor frío que le quemaba la frente, le dolían hasta las entrañas, tan vivido, tan real había sido su sueño. Lenguas rojas lamiendo su cuerpo, dolor físico; lenguas rojas lamiéndolo a él, el peor dolor.

El hermano, asustado por los gritos, corrió hacia ella. Y ella dejó caer la cabeza sobre su pecho y lloró, lloró hasta serenarse.

Una leve caricia en el mentón, una sonrisa cariñosa y una mirada dulce. “Ya pasó todo; sólo ha sido un mal sueño”, la arrulla el hermano y le besa la frente, pálida aún.

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Había niebla. Todo era gris. Caía una llovizna persistente y anémica. Ella estaba aburrida y tenía sueño, estaba inquieta y le dolía la cabeza. Y ni siquiera podía darse una ducha. “Como no me la dé con la imaginación”. De no ser por su malestar, probablemente disfrutaría recordando películas de terror o imaginándolas. Se despejó. “¿Contamos historias de miedo?”. Todos se quedaron asombrados y el r. más que nadie. Él la miró como se mira a un loco irrecuperable. “¿Y qué te crees que estamos viviendo? ¿Una de risa?”, reaccionó el chico.

Cierto. Al lado de la realidad que habían visto desde que comenzó la guerra, las películas de terror eran historias para niños. El hermano movió la cabeza y torció el gesto. Volvió a recuperar la sonrisa. La novia al fin soltó una carcajada y todos se contagiaron. Aquello se llenó de risas en un momento.

“Al menos mi tontería ha servido para algo”, y ella se encogió de hombros como quien procura resignarse y ver el lado bueno. No estaba molesta, sino divertida, tanto como los demás. El profeta tomó la iniciativa y comenzó a dramatizar una historia terrorífica -una historia para no dormir, dijo alguien-. “Bueno”, resopló él, y se marchó, dispuesto a ocuparse en cosas más útiles. El r., que no entendía nada, se fue con él. Y nunca tan oportunamente se oyó un estrépito: en el momento más tenso de la historia del profeta, al r. y a él se les cayó un cajón metálico con armamento. La conmoción fue general y la risa que siguió a la confusión, instantánea.

“No contaba yo con los EFECTOS DE SONIDO”, bromeó el profeta. La risa general era casi histérica, era incontenible, irrefrenable. “Oscar a los mejores efectos sonoros... ¡tatachín! ¡tatachín!”, y ella ya no pudo continuar porque la risa se lo impidió. Los efectos físicos de semejante ataque colectivo empezaron a hacerse notar: lágrimas, dolor de estómago, mandíbulas encajadas...

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Él estaba de guardia aquella noche. Ella salió a hacerle compañía y a tomar el fresco. Se acercó despacio. Se sonrieron. Todo estaba en silencio. Reinaba la calma. No había más luz que la que prodigaba la LUNA LLENA. Se sentaron, siempre en silencio y siempre sonrientes, él sobre un tronco, ella en el suelo. Él le rodeó los hombros con su brazo y ella se recostó sobre él perezosamente, pero con los ojos muy abiertos, llenos de luna, llenos de plata y luz. Ella podía oír cómo latía suave y rítmicamente el corazón de él. No necesitaban hablar. Aquella paz era oír el silencio. Aquella paz no la habían disfrutado hacía mucho tiempo. Era la compenetración perfecta, el total abandono, la entrega y el amor total, la mutua sabiduría sin palabras; lo sabían todo y ya no eran él y ella, y lo eran; eran un mundo, su mundo, el mundo. Nunca se habían sentido tan bien, nunca habían estado tan bien. Ni pasión, ni ternura, el puro amor.

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Ella reclinó la cabeza en su pecho y dejó que las lágrimas resbalaran por sus mejillas. Silencio perfecto. Ni una palabra, ni un murmullo del viento. El tiempo suspendido. Sólo él. Sólo ella y sus lágrimas. Sólo ella y él. Lo inefable. Se sintió mucho mejor después de haber llorado. Un solo rizo voló de su pelo. SE LO LLEVÓ EL VIENTO SUAVE Y TIBIO DE LA TARDE DE VERANO. La sonrisa en el rostro de él. La sonrisa en el rostro de ella. El soplo ya no es del viento. Besos suaves como el viento, besos como el viento suave y tibio de la tarde de verano. Paz. Sí. No hay mundo, sólo paz, sólo instante, sólo amor: ellos.

Declina ya el sol, va escondiendo su sonrisa. Huele a melancolía la tarde entre sus brazos.

Los ve el hermano y sonríe. Por un momento ha vuelto el sol.

Se oye un crepitar leve y alegre. Un delicioso olor a carne a la brasa que despierta el apetito. “Vamos de picnic”, y ella celebra la broma. William Holden le ha rondado la cabeza y el corazón. Cine. Lo echa de menos. Cómo le gustaría volver. Se puebla su cielo de estrellas y su noche se viste de neón. “No estás aquí”, le dice él. Y es verdad. Está en las calles de la ciudad, cuajadas de noche y de sueños tras un telón que se anuncian con chispas de colores. Magia. “Vuelve”, y él le acaricia con un dedo la nariz. Nada es triste. Tienen sus sueños... y lo tiene a él. Y al hermano. Y a sus amigos. Ya no quiere llorar. Se deja acariciar por el viento. Se adormece. Lasitud deliciosa ganando sus miembros lentamente, muy lentamente... lento... lento...

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Su primera ternura: la noche fresca de verano. Sola y feliz. “TIENES FRÍO”, Y ÉL, AL DECIRLO, LE COLOCA SU CAZADORA. Una sonrisa cerrada y dulce y una mirada suave. “Soy un bicho, ¿no?” “No. Sólo quieres que lo creamos”. Y ella está convencida de lo que dice. “Tú sí que eres un bicho”, bromea él. “¿Por qué?” “No lo sé. Pero lo eres”. Silencio. En la noche clara, sólo sus respiraciones. Se miran y él le acaricia el pelo. La atrae hacia sí y le besa la mejilla. Otra mirada que es un hasta luego. De nuevo sola.

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Ella y el hermano. Los demás bailan. “No puedo creerlo. Está bailando. ¡Bailando!”. Los brazos de él rodean su talle por la espalda. “CREÍ QUE ERAS MI CHICA” “No lo sé, aún no lo he decidido”, continúa ella la broma. Se revuelve en sus brazos y lo abraza también. Euforia. Lo ama. Y él la ama. El hermano ha comprendido. La novia, la cabeza inclinada y la alegría brillante y azul en los ojos, lo mira. El hermano la siente. Hablan. Los chicos también, apartados aunque no lo estuvieran. La joven ha ido a pasear, quería soledad, pero el profeta no lo ha consentido. El r. lo descubre todo. Pica el sol. Bochorno de verano. Ráfagas ardientes de aire se levantan ya. El calor viene escondido entre los pliegues del viento. Calor de oro fundido y goteante. Calor de fragua azul difuminada. Chispas amarillas, gotas de sol flotantes. Y en cada gota transparente -tormenta de verano- el gris oscuro, casi negro, de las nubes que ya lo han cubierto todo.

Chispas eléctricas surcan el cielo y éste suena a viejo encolerizado. Júpiter lanza una y otra vez su rayo.

UNA NOCHE, ANTES DE SU AMOR: él de guardia. Y ella... “He hecho café”, le alarga un pote. Crepita la hoguera. “Gracias”, una ligera sonrisa y nada más. “¡Qué sequedad!”, lo piensa y no lo dice. El café es fuerte, le ayudará a pasar la noche. “Está bueno” “Vaya, por fin una palabra amable”, lo piensa y no lo dice; en lugar de ello un “Gracias”. “Gracias” y una sonrisa ligera, “gracias” y malicia. El hermano la reclama. La chica, en el interior, habla con la joven, y el profeta zascandilea sin nada que hacer. El chico observa a la chica y a la joven y recuerda. Hicieron daño a la joven, pero no podía ser de otro modo y ésta lo comprendió. Le dolió mucho, le dolió al principio, pero los quería demasiado y terminó por comprender. Aceptó y perdonó lo imperdonable: ellos no tenían culpa; el amor nace así, donde y cuando quiere. Siempre le dijeron la verdad, el engaño no era propio de ellos, y hubiera sido más duro. Supo siempre la joven a qué debía enfrentarse, siempre supo, desde el comienzo, lo que debía afrontar: el fracaso de sus ilusiones. Eso había sido: sólo su sentimiento. Cimiento inconsistente de un mundo falso que la joven había creado. El r. intenta arrancarle melodías a una armónica. El profeta se acerca con la intención de enseñarle, le toma el instrumento, lo coloca entre sus labios -”Como besar a una mujer”-, la desplaza con suavidad -”Como se besa a una mujer”- y firmeza. Las notas surgen fluyentes (de dónde), regalan el oído, llenan el aire y se desvanecen. La música es magia. Viene de la nada, fugaz, y vuelve a la nada. Creación. Creadora, de sensaciones; creadora, de sentimientos. Perfume de sueños, perfume de mundos imaginarios. Música, pincel sonoro, ráfaga blanca -todos los colores- desgranada; desgranadora, de sensaciones, de recuerdos, de emociones; música y se vive con todo el corazón, con toda la intensidad. Música y se es. Somos música y perfume. Una melodía para cada corazón, cada corazón un aroma de instante. Perfume de vida, olor grato a vida: olor de amor y de miedo, de odio y de desamor. Olor de guerra en cada esquina. Olor de depredación. Matar para no morir. Sobrevivir gracias a la muerte. Sembrar muerte en otros campos antes de que sea sembrada en el propio. La carrera de la muerte. Vivir es el premio. Sobrevivir.

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Nadie le hacía caso ya. Confiaban todos en el triunfo; por eso, al ver su preocupación, no la entendían. La fuerza del deseo los cegaba hasta el punto de hacerles olvidar su prudencia; o, cuando menos, su sentido de la realidad completa: siempre se puede fallar en algo y es conveniente tenerlo presente para reaccionar con rapidez y no dejarse sorprender por lo imprevisto. ESO NO ERA DERROTISMO, era sentido común. Centro tantas veces de este tipo de situaciones, él jamás se había dejado llevar por un triunfalismo mal entendido. Tampoco ahora.

Ella estaba impaciente. También el hermano y todos los demás. Faltaban ya muy pocas cosas por revisar antes de llevar a cabo el golpe. El profeta comenzó a cargar las armas cuidadosamente puestas a punto. El chico acudió a ayudarlo. El r., instalado ya en la trasera de la rubia, se ocupaba de comprobar el funcionamiento de la radio. El hermano y él detallaban por última vez el plan. Fueron repartidos los papeles. A todos les agradó su parte correspondiente, el hermano no podía creerlo: el chico no se había quejado, esta vez su papel era tan arriesgado como le gustaba; ella no había protestado, como hacía siempre, de no tener una misión lo suficientemente activa; la joven no se había sentido relegada a una función puramente secundaria... “Realmente asombroso”, por una vez, nadie se había amotinado.

Subieron a la rubia con rapidez. El profeta conducía y ella admiraba sus manos de dedos largos y finos, sus manos ágiles y elegantes, manos negras de guante blanco. La joven miraba el camino por la ventanilla lateral que tenía enfrente. Él iba serio, más serio que nunca, pero, curiosamente, y eso lo advirtió ella al mirarlo, y lo advirtieron también el r. y la chica, no era su mirada sombría, sólo seria, tremendamente seria. Algo hizo reír a la chica: por la ventanilla abierta había entrado una pelusa y le cosquilleaba la nariz. “Me gustaría hacer pompas de jabón”, lo pueril de la afirmación y las risas con que ella misma y la chica la acompañaron, provocaron una exclamación de impaciencia adulta en el hermano. Él, por su parte, sintió ganas de hacerlas bajar allí mismo del automóvil y continuar sin la chica y sin ella; eso fue lo que expresó su mirada cortante de reproche. El r., con toda su sensibilidad, fue capaz de sonreír.

El profeta se había reconcentrado y no oyó al chico “Tontas, tontas de remate”. La rubia dio una sacudida, el firme no era bueno. La novia trató de proteger la radio. Ella jugueteaba con un transmisor. No había ya triunfalismo. Se habían quedado serios, habían ido quedándose serios como si la seriedad de él hubiera ido comunicándoseles. Se habían quedado serios y silenciosos. El hermano acarició el largo cañón de su arma y después sus dedos se crisparon en torno a él. Ella observó el gesto del hermano, y también la novia pudo darse cuenta. Ella y la novia se miraron, clavaron una en otra una mirada de inteligencia. Nadie decía nada. Sólo se oía el rugido rabioso de la rubia. El chico empezaba a inquietarse. Estaba ya entumeciéndose. Quería llegar cuanto antes y que empezara cuanto antes la acción. Los traqueteos del vehículo sólo eran un sucedáneo y una especie de anticipo de la verdadera movilidad, del movimiento aún potencial que pronto sería fáctico. El r. se informaba a través de la radio de las noticias recientes sobre la Defensa. Unas eran buenas, no la mayoría; otras, malas. Pero la joven le pidió que lo dejara: no quería pensar ahora en nada que no fuera lo que se disponían a hacer. La novia estuvo de acuerdo. El r. les dedicó una sonrisa de entendimiento.

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HABÍA EMPEZADO A COMPRENDER MUCHAS COSAS. Tal vez antes las intuyó y ése fue el motivo de su decisión. No fue una traición a los suyos. El r. no creía en la destrucción como modo de su propia subsistencia. No quería la aniquilación de los otros, los diferentes, para sobrevivir, quería adaptarse. No había en su corazón lugar más que para el amor. Dejó a los suyos y se adaptó; convivió con los otros. Si los suyos -ya habían dejado de serlo- hubieran hecho lo mismo, todo habría ido bien, pero no lo hicieron, sino que empezaron a sembrar entre los otros la muerte. Para sobrevivir, al principio, y después, poco a poco, por la ambición y el odio con que alentaba su superior. El r. sufrió. No quería de ningún modo la guerra. Amaba a los suyos y no los había olvidado, por eso le dolían tanto. Y amaba a los otros -ya eran los suyos-. Sufría doblemente.

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ESTABAN CADA VEZ MÁS CERCA. Quedaban ya muy pocos kilómetros por recorrer. La rubia se estaba portando bien, los traqueteos no se debían a deficiencia suya. Salieron por fin del camino y se incorporaron a una carretera de firme rugoso y buena adherencia. El hambre le hacía cosquillas en el estómago al chico. Él lo observaba todo con profunda atención. Ella seguía admirando al profeta, ya no sólo sus manos, ahora también su modo de conducir, con seguridad, con firmeza y suavidad al mismo tiempo. “Tendrá que enseñarme”, pensó. Se acomodó en la trasera de la rubia de tal forma que pudiera ver todos los movimientos del profeta con absoluta claridad: sus acciones sobre el volante y el juego de sus pies sobre los pedales. La fascinaba aquel dominio absoluto del profeta sobre el viejo, destartalado y entrañable vehículo, que ya no conservaba en estado de perfección ni la pintura, tan recientemente remozada.

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Su atención cambió de objeto. Se aferró a la mano de él, se miraron, por primera vez sólo sus ojos le sonrieron. Sintió deseos de besarla, pero sólo siguió acariciando aquella mano que le entregaba su confianza. Se sintió segura y feliz. Él estaba allí, a su lado, todo iba a salir bien. La invadió una dulce melancolía. Sentía cómo aquellos dedos acariciaban y enlazaban los suyos. Por primera vez sus ojos le habían sonreído. No era la primera vez, pero nunca le habían sonreído de ese modo. Su sonrisa era un promesa -”No ocurrirá nada. Todo este infierno va a acabar. Te lo prometo. Y entonces no tendré más que quererte. Te lo juro, mi vida. Serás feliz aunque me cueste todo lo que hasta ahora era importante para mí. Porque ya no hay nada más importante que tú, que nuestro amor. Tú me conoces bien, sólo tú me conoces bien. Y nunca te he dicho nada de mí. No te ha hecho falta. Aún no comprendo cómo pudiste enamorarte de mí. Llegué a engañarme a mí mismo, pero tú me hiciste ver la verdad, tú me hiciste sentir de nuevo algo hermoso. NO ESTABA TODO PERDIDO, aunque yo creía lo contrario. Tú lo intuiste, no sé cómo, pero lo intuiste. Tu amor me ha salvado y yo soy tan cobarde (Sí, cobarde. He luchado siempre, pero soy un cobarde), tan cobarde que no me atrevo a decírtelo con palabras: me sentiría ridículo, como un párvulo. Sólo he sido capaz de decirte que te quiero”-. Sin una palabra, ella sintió todo eso en la sonrisa de sus ojos.

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LA TENSIÓN CRECÍA. Se tensaba el silencio como una vela desplegada al viento. Pero las manos del profeta no se crispaban, seguían sometiendo el volante con la misma suave firmeza. Sólo sus mandíbulas apretadas delataban su tensión contenida y creciente. De puro tenso, el silencio acabó por romperse y volverse contra ellos. “Creo que deberías quedarte a cargo de la radio”, y el deseo de proteger al r. se le notó demasiado al profeta. “¿No confías en mí?” “Claro que sí. Ya lo sabes”. La discusión quedó zanjada. “Espero que todo salga bien. ¿Cómo llevas el reloj?”. El hermano presenta su muñeca a la joven mientras ésta alza la suya; comprueba la sincronización. “Bien”. “¿Tranquila?”. “¿Sí?”, aunque sólo por lo que a eso se refiere. También los demás se aseguran de sus respectivas sincronizaciones. De nuevo le sonríen los ojos de él, le rodea los hombros y la besa. “Todo va a salir bien. Esta vez sí” Y le contagia su seguridad y sigue abrazándola. Ella le sonríe. La chica y el chico se miran, la chica se ruboriza. La novia le dirige una mirada cargada de amor al hermano. La joven sonríe al r. con picardía y el r. le devuelve la sonrisa, una sonrisa especial, una sonrisa inocente. Por el retrovisor se miran el profeta y la joven y ahora la pícara malicia aflora en la sonrisa y los ojos de la joven, del profeta, que ha visto por el rabillo del ojo al chico y a la chica.

Se cruzan con un coche, pero no se despiertan sus sospechas, no tienen motivo. “¿Queda mucho?” “No, ya no” “Estamos muy cerca” “¿Tú lo conoces?” “Estuve una vez allí con mi padre” Y al recordar a su padre, las lágrimas estuvieron a punto de traicionar a la joven. La chica se cogió de su brazo y le sonrió. La joven agradeció el consuelo, acarició suavemente los cabellos de la chica y le dio un beso. A él empezaba a incomodarle tanto sentimentalismo, se sentía violento.

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Era parco en palabras. Hablaba poco, muy poco. Hasta la declaración de su amor fue casi muda. Ella estaba fuera de la casa, bajo la luna. Lloraba en silencio. Él salió y la encontró así. “¿Qué te ocurre?” “No lo entenderías” “Gracias” y, molesto, dio media vuelta para marcharse. “No te vayas. Quédate conmigo” y él obedeció “Lo siento”, se disculpó ella. Y le contó lo que le ocurría. Echaba de menos su vida, a sus amigas, y acababa de perder a una de ellas. Le habló de lo que hacía antes de la guerra, le contó cómo se divertía y cuánto, le contó también todo sobre sus amigos, le entregó todo lo que su alma guardaba, quedó vacía por y para él; pero aún tenía lágrimas y las derramó con la cara escondida en su pecho. Él la miró a los ojos con infinita tristeza por la tristeza de ella y se lo dijo “Te quiero”. Los ojos de ella se iluminaron. La besó. Se besaron. La hizo feliz y él fue feliz. Como la amaba, había estado tan tonto y tan ciego que no había advertido que ella lo amaba también, no podía creer que fuera cierto, no lo concebía siquiera, pero lo comprendió cuando lo oyó de sus labios, y lo creyó. “¿Cómo iba a imaginarlo?” Pero no pudo disculparse a sí mismo con esta excusa pensada. “Te quiero”, le dijo ella, y el mundo nació de nuevo para él, un mundo nuevo y suyo. YA TODO TUVO SENTIDO.

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El profeta se detuvo en una explanada a la derecha.

“Hemos llegado”. Silencio de un momento. Todos se miran. Están tensos y esperanzados. Instintivamente, ella le busca, se le acerca. Sólo se oyen sus respiraciones y el chasquido metálico de las armas. El hermano, con una sonrisa y una mirada de ánimo, comprueba que todo está bien. Ella lo mira a él y ve en sus ojos una mirada que ya ha visto otra vez, lo recuerda claramente: él, con las manos sobre el alféizar de la ventana; ella llega y rodea su brazo, apoya la frente en su hombro, lo besa, se aprieta a su costado y le besa la mejilla, lo besa una y otra vez; él la mira y la abraza. Y esa mirada de honda tristeza es la que ella le ha visto ahora. Le sonríe y lo acaricia con los ojos. Él se siente descubierto. Se hablan en silencio.

Ya está todo. Hasta el último detalle. No saben qué decir, sólo se miran. El profeta rompe el hielo “Vamos”, y su palabra es el resorte que los mueve. La joven lo sigue. La novia siente que no le obedecen sus piernas; cierra los ojos, respira profundamente, los labios apretados hasta el dolor, y emprende su camino. “Dame fuerza, Dios mío”, suplica.

YA HA EMPEZADO TODO.

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En la urgencia del fin se agolpa la vida. Todos los recuerdos en un momento, todo lo pasado. Cada sentimiento, cada impresión, ocupando su tiempo de límites infinitamente pequeños y precisos. REVIVIRLO TODO EN SEGUNDOS. Es el miedo a morir y la esperanza de seguir viviendo, de comenzar a vivir de nuevo. Está en todos: en el profeta, en la joven, en la chica, en el r., en el chico, en la novia, en el hermano, en él, en ella.

La intuición del final y la urgencia del presente, que les hace moverse deprisa siguiendo mecánica y exactamente el plan, porque de eso depende la victoria o la muerte.

Una culebra repugnante le sale al paso y ella recuerda un sueño... La novia siente de pronto ganas de llorar. El sol le hace daño, y no sólo en los ojos claros y limpios. Hay sol y hay guerra. ¡Si hoy pudieran acabar ya con todo y conseguir que hubiera sólo sol! La novia no piensa ya en nada, sólo en vencer. Respira hondo y reza, camina.

El profeta parece tranquilo, pero sus músculos están tensos. Es como un felino: la elegante y atractiva sensualidad de una pantera que vigila a su presa y espera el momento seguro para saltar sobre ella y atraparla. Su revestimiento de confianza es tan espeso que casi se autoengaña, pero aún queda miedo en el fondo, muy en el fondo. La chica aprieta el hombro del r. Se miran, se sonríen y la chica le da un beso. Comprende su tristeza: perderá de todos modos. Lucha el r. contra los de su propia naturaleza porque no le parece decente su causa, pero los quiere, ¡ojalá hubiera otra posibilidad! Pero no la hay, lo sabe, y desea la victoria sabiendo que no va a ser feliz. El r. va a sufrir de todos modos, está sufriendo ya... La chica lo sabe: lo ha intuido primero, y ha podido leerlo luego en sus ojos.

El chico está alerta. Su imaginación se adelanta a los acontecimientos. Ya está viendo lo que puede suceder: lucha feroz, el enemigo destruido y la victoria, absoluta. No quiere pensar nada más. Acaricia su arma, en una prosopopeya muda. Mira atentamente a su alrededor. Sabe que puede morir, pero está seguro de que no va a ser así. Naturalmente. Van a aplastar al enemigo de una vez por todas y por fin todo volverá a ser como antes, no puede ocurrir de otra manera.

Ella sabe lo que se juegan. Es valiente. Siempre se ha comportado valientemente, pero, por un momento, se ha esfumado toda su valentía y el miedo le ha estremecido el cuerpo y le ha llenado los ojos de llanto. Ha sentido apremiantemente la necesidad de él, la necesidad imperiosa de su abrazo que la confortara, o siquiera, de que le cogiera la mano y le infundiera valor con su presencia y su mirada. Traga saliva, le nace una oración y se siente mejor. Dios no va a abandonarla, no va a abandonarlos, van a ganar y a vivir, y podrá por fin hacerle feliz sin sobresaltos.

El hermano está nervioso, impaciente. Su pulgar repasa una y otra vez el corto trecho que abarca del arma. Sus ojos van de un lado a otro, sin fijarse un momento en un punto, ansiosos por descubrir la más leve señal de que el enemigo se acerca.

Repasa mentalmente el plan. Piensa en cada uno de los otros, sobre todo en su novia y en su hermana.

Cuando todo acabe debe hablar con la novia. Se hará perdonar el daño que le ha hecho a veces. La novia nunca le exigió nada y le dijo siempre la verdad, pero él no estuvo a su altura; dividido entre dos querencias, creyó lo que menos daño le hacía creer, y fue peor, porque el desengaño fue más duro. Pero la novia le perdonó aún antes de que se lo pidiera, no podía fallarle cuando más la necesitaba; dolida como estaba, le parecía bajo sin embargo vengarse en el dolor del hermano; se guardó las lágrimas, olvidó su propia tristeza y consoló la suya sin echarle nada en cara; fue amante y generosa y eso el hermano no lo olvidaría nunca, lo llevaría siempre en sí como un dulce recuerdo.

La joven sonreía. No sentía ningún miedo. Estaba alegre, ella sí estaba absolutamente segura de la victoria, por eso no necesitaba pensar en nada. Sólo esperaba el momento del fin, que sería el principio, gozándolo por anticipado. Estaba llena de la impaciente alegría del que espera un día de fiesta. La vida era maravillosa a pesa de todo, y dentro de muy poco iban a empezar a gozarla de nuevo.

Él trataba de apartarla de su pensamiento y no podía. No quería pensar más que en lo que tenía que hacer. Pero no podía evitar preocuparse por ella. Ya nunca más podría ser un guerrero porque había encontrado algo que le importaba más que la guerra, más que el riesgo y la aventura. Cuando todo acabara, iba a hacerla feliz, iba a intentarlo con todas sus fuerzas, pero tenía miedo de no lograrlo, eso sí que le daba miedo...

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Los minutos pasaban. Pesaban como plomo; tanto, que el tiempo parecía no correr. Uno, dos, tres... se empujaban los segundos escapando hacia la nada, como si quisieran huir de lo que se avecinaba.

El profeta lo oyó, fue casi imperceptible pero no escapó a sus oídos finísimos. Apretó los labios, cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás ahogando un grito de alegría. Se esfumó el miedo. Ahora estaba seguro. Hizo la señal convenida y contagió a todos con ella su estado de ánimo. Los vehículos se acercaban; pasó el primero... pasó el segundo... y otro... y... una explosión convirtió el cuarto en una llamarada y una lluvia de metal y fuego, de metal de fuego.

Un alarido de alegría estalló en sus gargantas, pero no en la del r. La radio se puso de inmediato en funcionamiento y la cadena de comunicación fue tan efectiva que bastó un día para que en todas partes, una vez destruida aquí su cabeza, fuera aplastado el enemigo. Había acabado la pesadilla, así de sencillo. Corrían líquido con que brindar y lágrimas. Todo el mundo se echó a la calle. VIVÍAN, vivían , vivían y no podían creer que fuera verdad. Era como la noche de fin de año en las comedias de los años treinta: la rubia Ginger en medio de un gentío exultante que sólo pensaba en vivir y gozar. Canciones, risas, carcajadas, ruidos, abrazos, palmadas, besos, saltos, bailes, euforia, saludos a cualquiera, a todos. Indescriptible.

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Las iglesias llenas y la gratitud, solemne y silenciosa. Todos miran al cielo. La manos unidas, cirios encendidos y una sola voz que se quiebra por la emoción. Ella lo siente a su lado. No se miran, pero tienen las manos cogidas y un nudo en la garganta. Él ya es él. Ahora sí se miran, pero no pueden verse, sólo lágrimas. Siente ella en los hombros las manos del hermano.

Felicidad completa. Sólo el momento. Ni el pasado ni el mañana. El momento lo llena todo, lo cubre todo, invade todo y nada hay fuera de él. UN MOMENTO PARA ELLOS. Nada se dicen, sus ojos lo dicen todo, y sus gestos. Todo lo han pasado juntos. Son una auténtica familia. El profeta, el r., la joven, el chico, la chica, la novia, el hermano, ella, él. Se abrazan y se besan. ¿Para qué hablar si las palabras no son suficiente?

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Un tiempo para el amor. BAJO EL SOL ESPLÉNDIDO, la elocuente mirada del chico y la chica, las manos unidas. Solos, la novia apoya su frente en la barbilla del hermano y el hermano le besa la frente. El sol los besa a los dos.

Él la abraza con fuerza y ella siente que la vida es maravillosa y el sol sonríe cuando unen sus labios, a solas, sin testigos.

La joven, el profeta y el r. encontrarán algún día lo que les quitó la guerra, o la vida...

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AHORA TODO ESTÁ BIEN.

PERO QUIZÁS ALGÚN DÍA, AL MIRAR AL CIELO, TODO VUELVA A EMPEZAR.