CLARA

CLARA

La pequeña Clara jugaba sola a la pelota; la lanzaba contra la pared de piedra y, antes de recogerla, hacía gestos acompañados de una cantinela.

- A la una, la aceituna

y vuelta a lanzarla.

- A las dos, el reloj

Y así hasta llegar a las doce.

Repetía el juego una y otra vez, aumentando en cada ocasión las dificultades: en la primera baza se había servido de las dos manos; en la segunda, sólo de una, y, como había fallado al llegar a las seis, hubo de intentarlo otra vez desde el principio; cuando completó las doce con una sola mano, lo intentó a la pata coja; ahora lo hacía dando una vuelta completa sobre sí misma antes de gesticular convenientemente y recoger su pelota amarilla de goma. Antes de poder cantar las siete, su madre la llamó:

- Clara, la merienda.

Clara dejó abandonada la pelota y entró en la casa. En la cocina estaba su madre con un bocadillo en una mano y un vaso de leche en la otra.

La casa era grande y antigua, con una buhardilla en lo que hacía ya tiempo había sido el pajar, y un patio lleno de flores y de hierba fresca en la parte de atrás. En la buhardilla tenía Clara su habitación, y en ella, un gran baúl donde guardaba viejos juguetes que habían sido de su madre y otros que sus padres le habían regalado a ella. En la buhardilla y en el patio era donde la niña pasaba la mayor parte de su tiempo libre.

Ahora madre e hija salieron al patio, ésta con su merienda, aquélla con un cesto de labor.

Cuando Clarita terminó de merendar, se puso otra vez a jugar con la pelota mientras su madre le arreglaba un vestido que se le había quedado corto.

Las tardes de verano en el pueblo eran largas y transcurrían lentamente, pero ni a Clara ni a su madre se les hacían pesadas: la madre siempre tenía algo que hacer, y, en cuanto a la niña, suplía la falta de compañeros de juego con una gran imaginación. A veces se encerraba toda una tarde en la buhardilla y leía los libros que papá le compraba cuando iba a la ciudad; otras veces imaginaba aventuras y así se le pasaban las horas sin sentir; también salía a pasear, nunca lejos de casa, con su perro Pi; o, con la ayuda de su madre, les hacía vestidos a sus muñecas y jugaba con ellas; le encantaba peinarlas y cambiarles la ropa.

Cuando mamá encontraba algo de tiempo, la acompañaba al río, que no estaba lejos, y entonces lo pasaba mejor que nunca.

Pero cuando más disfrutaba era cuando sus primos, los gemelos, venían a pasar unos días de vacaciones. Esos días mamá le permitía más cosas, y podía cambiar de juegos. Ya podía jugar al escondite, por ejemplo; o ir un poco más lejos en sus paseos. Además, mamá los llevaba al río todos los días, y eso sí que era guay, como decía Rafa, el gemelo varón; a su hermana Sonia lo que más le gustaba era jugar a las madres y a las comiditas, pero era muy mandona y Clara y ella casi siempre terminaban discutiendo. Sus juegos cambiaban de un año para otro, pero había algo que todos los años hacían: una función de circo para los mayores. Para que saliera bien, todos los días ensayaban un poco sus números; el espectáculo tenía lugar el día en que venían los tíos a recoger a los gemelos. Aunque sólo eran tres los artistas -cuatro si contamos a Pi-, se multiplicaban de tal forma que parecían toda una compañía.

Clara se había apropiado el papel de maestro de ceremonias y Rafa el de domador: demostraba su pericia y sangre fría haciendo pasar al terrible león Pi (o al terrorífico tigre de bengala, si llegaba el caso) a través de un hula-hop y otras lindezas por el estilo. A Sonia nadie le disputaba su número de baile. Pero a la hora de repartir el resto de los números, siempre había riñas y enfados. Que si "yo hago de payaso"; "que no, que lo hago yo"; "tú no, que no sabes", y así interminablemente.

Ya quedaban pocos días para que vinieran los primos y Clara estaba muy contenta. Durante el curso, jugaba en el recreo con sus compañeros de colegio, pero la escuela se encontraba en un pueblo a dieciocho kilómetros del suyo y en éste no vivían más que unos cuantos matrimonios ancianos y otros tantos con hijos ya mayores que no vivían allí. Así que Clara, cuando regresaba a casa, no tenía niños con quien estar. Ésa era la razón de que esperara cada año con tanta ansiedad la llegada de los gemelos.

- Mamá, ya van a venir los primos, ¿verdad?- preguntaba ocho veces al día.

- Sí, ya falta poco- respondía su madre con mucha paciencia ocho veces al día.


DIARIO DE VACACIONES

Pasó una semana que la impaciencia de Clara convirtió en interminable y un lunes de mañana se oyó el motor de un coche y el sonido alegre de un claxon.

Salió la familia al completo para recibir a los tíos. Cuando tío Paco, tía Blanca, Rafa y Sonia bajaron del automóvil, se abalanzó sobre ellos una masa confusa de la que formaban parte Clara, sus padres y Pi.

El padre de Clara abrazaba a su hermano, mientras tía Blanca besaba a Clarita, Sonia se colgaba del cuello de tía Pilar y Rafa rodaba por el suelo con Pi. Cuando todos hubieron saludado a todos, se dirigieron al interior de la casa. Tío Paco subió un momento a la buhardilla, dejó allí el equipaje de los niños y bajó en seguida. Los mayores empezaron a hablar de trabajo. El padre de Clara era ingeniero agrícola y trabajaba desde hacía algunos años en la recuperación de los terrenos del pueblo; además investigaba cosas como "nuevos cultivos", "regeneración de la capa de humus", según Clara le oía decir de vez en cuando. Y en sus ratos libres se dedicaba a fabricar cometas y maquetas de madera: aviones, barcos...

La conversación no interesaba nada a los niños; ellos preferían jugar en el patio y eso estaban haciendo cuando sus padres salieron también. Mamá se quedó dentro, en la cocina, preparando un tentempié.

- Id sacando las cosas- pidió.

Entre todos pusieron en seguida la mesa. Mientras los padres daban buena cuenta del tardío desayuno, los niños, que se habían aprovisionado de patatas fritas, planeaban miles de cosas entre crujido y crujido.

- Podíamos (¡crashhh!, crujía la patata al morderla Rafa) podíamos ayudar a tío- proponía muy animoso.

- Yo quiero ir de excursión- decía Sonia.

- Pues claro, podemos ir de merienda a la Llanada- aseguraba su prima.

Pi daba alegres ladridos de asentimiento y saltaba contento alrededor del círculo que formaban los niños sentados sobre la hierba. Llevaban un buen rato entusiasmados haciendo planes cuando llegó hasta ellos el olor a lumbre. Se habían pasado sin sentir casi tres horas y se acercaba la de comer. José había encendido una hoguera para hacer una parrillada sobre las ascuas cuando estuvieran listas. Rafa ya no se separó de su tío: estuvo ayudándole a asar las chuletas y los chorizos. Paco preparaba las bebidas; Pilar y Blanca, las ensaladas. Y Clarita y Sonia ponían con mucho esmero la mesa.

- A comer- llamó José.

Y todos corrieron a sentarse. Después de la comida, los mayores se pusieron a jugar a las cartas; los niños subieron a la buhardilla y allí siguieron haciendo planes. Era seguro que aquella tarde no irían al río, porque, cuando sus padres jugaban a las cartas, se enrollaban tanto que ya no había tiempo para hacer otra cosa antes de que tío Paco y tía Blanca se marcharan.

Pero podían montar en bicicleta y acercarse a la Llanada. Sin pedir permiso a los mayores, cogieron sus bicis y ya se disponían a salir por la puerta del patio cuando José preguntó:

- ¿Adónde vais?

- Vamos a la Llanada- contestó Clara.

- Vale, pero no os acerquéis al regato ahora o me echáis a perder el trabajo.

Rafa sintió inmediata curiosidad: su tío la satisfizo a medias prometiendo que al día siguiente los llevaría a todos al regato para enseñarles lo que estaba haciendo allí.

Los niños pedaleaban con energía y Pi corrían con ellos, ya junto a las bicis, ya adelantándose, ya retrocediendo, en una marcha alegre y ruidosa.

En el silencio de la tarde de verano, resonaban risas y voces infantiles y en el verde del paisaje brillaban los colores metálicos de las bicicletas; el sol les arrancaba destellos rápidos y deslumbrantes. Al caer la tarde, regresaron a casa. Tía Blanca ayudó a sus hijos a deshacer la maleta; después de merendar

se marcharon tío Paco y ella. Ya no volverían hasta pasadas dos semanas, tal vez un poco antes.

Los niños jugaron el resto de la tarde y cuando llegó la hora de acostarse, en lugar de dormirse en seguida, se pusieron a hablar y a jugar al burro, a las siete y media y al reloj. A la una de la madrugada, Pilar tuvo que regañarlos para que durmieran y le dejaran dormir. José tenía un sueño tan fácil y profundo que podía dormirse en medio de un terremoto y no despertarse ni en lo peor de él.

A la mañana siguiente, una potente voz femenina despertó a los niños.

- Hora de levantarse- decía Pilar en voz muy alta mientras salvaba el último tramo de la escalera.

- Arriba- y golpeaba con los nudillos la puerta de la buhardilla para, a continuación, pasar e ir retirándoles las sábanas uno por uno a su hija y a sus sobrinos.

Clara, acostumbrada a saltar de la cama en cuanto la llamaban, se levantó sin trabajo. A Sonia no le costó mucho hacerlo; pero Rafa era un terrible perezoso y no se levantó a la primera, ni a la segunda, ni siquiera a la tercera: fue necesario que Sonia, Clarita y Pilar lo obligaran a fuerza de zarandearlo y tirar de él.

Pilar les preparó un estupendo desayuno y cuando lo tomaron les dio permiso para acercarse al regato, pues recordó lo que José había prometido el día antes a su travieso sobrino.

- Papá

- Tío

le saludaron agitando de lejos una mano.

- Hola- correspondió éste- Venid aquí.

Y los niños se acercaron corriendo al regato para ver lo que hacía José.

- Toma esto- dijo a Rafa alargándole una especie de rastrillo.

- ¿Qué es?

Tío José le explicó muy bien lo que era y cómo se utilizaba. Rafa lo puso inmediatamente en práctica.

Para Clara y para Sonia también había trabajo: tenían que hacer unos semilleros. Era la primera vez que Sonia realizaba aquella tarea y Clara, más acostumbrada, tuvo que ayudarla al principio, pero en seguida pudo hacerlo sola.

Pasaron toda la mañana entretenidos con esas labores. Llegaron a casa con hambre de lobos. Pilar les dio una buena noticia: había preparado una montaña de patatas fritas y ahora mismito iba a freírles huevos y salchichas, su comida favorita, con la condición de que comieran también la ensalada, que ya estaba aliñada y lista. Los niños prometieron hacerlo y Pilar, ayudada por su hija, comenzó a preparar las frituras mientas su marido y sus sobrinos se lavaban y ponían la mesa. La pobre tuvo que soportar el relato de los chicos sobre sus actividades de aquella mañana, un relato a tres altísimas voces cuyo volumen no conseguían aminorar ni Pilar ni José a pesar de su insistencia en hacerles conocer a los chicos:

- No somos sordos, ¿queréis no dar gritos?

Pasaron la tarde planeando la función anual de circo. El primer problema que debían resolver era si hacerla o no hacerla; decidieron que sí y pasaron a la cuestión del reparto de números. La discusión fue larga, como siempre, y como siempre, estuvo a punto de convertirse en regaño.

Rafa quería quitar el número de baile que hacía Sonia, y ésta se rebelaba intentando eliminar del espectáculo el número del domador. Como Clara se puso de parte de su prima, finalmente se mantuvo el número de Sonia. Las niñas estaban dispuestas a prescindir de las fieras, pero Rafa argumentó:

- Y entonces, ¿qué hace Pi?, listas. Es lo mejor de la función, sin Pi no hay circo; se acabó.

Sonia y Clara se vieron obligadas a ceder. A Rafa le adjudicaron además algo nuevo: equilibrios sobre la bicicleta. Estaba encantado con la idea.

Otro punto muy debatido fue el número de los payasos: todos lo querían para sí. Hasta Pi ladraba con la idea de quedárselo. Durante diez minutos intentó cada uno imponerse y conseguirlo. Al cabo de ellos la discusión se zanjó: sería un número de todos; todos lo harían. Pero aquí empezó otra: Rafa no quería que su hermana participara en la payasada porque era "una cursi y no tiene gracia". Sonia protestaba y se defendía diciendo que era muy buena payasa.

- Claro, so payasa.

Tras unos minutos de insultos cruzados, zanjaron la cuestión: todos participarían.

Nuevo problema: ¿cómo iba a ser el número? Había que pensar algo. Rafa era quien más ideas proponía, pero tenía en contra a las chicas y todas se las rechazaban. A la cuarta o la quinta se enfadó.

- Bueno, pues pensar vosotras que sois tan listas, a ver.

Pilar interrumpió la discusión en este punto.

- La merienda.

Tuvo que repetir la llamada.

- Vamos, a merendar.

Los niños bajaron; Sonia y Clara, saltando los escalones de dos en dos; Rafa, deslizándose por la barandilla.

Entraron en la cocina atropellándose y gritando. Sobre la mesa había tres apetitosos bocadillos de jamón y queso y tres enormes vasos de leche. Sacaron la merienda al patio y la tomaron allí mientras seguían inventando payasadas para el circo. Finalmente consiguieron ponerse de acuerdo y pasaron a otra cosa. Clara defendió con uñas y dientes un número de magia que le habían enseñado en el colegio, incluso lo hizo allí mismo para convencer a sus primos de lo bueno que era, pero sin decirles el truco, naturalmente. Rafa y Sonia,

tras presenciarlo, lo aceptaron como parte del espectáculo. El sol se metía ya cuando los niños acabaron de planear la función. Estaban acalorados, felices y contentos y también lo estaba Pi. Ahora que estaba oscureciendo era la mejor hora para jugar al escondite. Cuando Clara se disponía a salir en busca de sus primos, Pilar interrumpió el juego:

- Niños, vamos, a bañaros antes de cenar.

- Mamá, espera.

- No, que ya es hora.

- Por favor, sólo ésta; en cuanto los encuentre vamos, ¿vale?

Pilar no vio qué razón oponer y cedió.

Clara cumplió su palabra: encontró a Sonia, encontró a Rafa y a Pi, que se habían escondido juntos, y los tres chicos pasaron a casa. Mamá ya había preparado el baño e hizo pasar a Sonia; luego se bañó Clara; y por último, Rafa, que casi olvida salir. Mientras Pilar preparaba la cena y José se duchaba, los niños pusieron la mesa y jugaron a las palabras. Siguieron el juego todos después de cenar. Era muy divertido y los chicos no sentían sueño, pero Pilar dio el toque de queda y no hubo más remedio que obedecer. Dieron las buenas noches y subieron a la buhardilla con la intención de charlar en vez de dormir, pero estaban más cansados de lo que suponían y cayeron pronto en un profundo sueño reparador que les hizo despertarse a la mañana siguiente con la misma energía y vitalidad derrochadas el día anterior. Pasaron la mañana en el regato, terminando las tareas emprendidas el día antes. La hora de siesta la dedicaron a ensayar los números de circo que tenían asignados: Sonia bailaba en la buhardilla; Clara, allí también, intentaba un nuevo truco de magia; y Rafa peleaba en el patio con Pi para conseguir que éste le obedeciera.

Pilar cosía sentada en el porche y se divertía viendo los esfuerzos de su sobrino.

- Jo, tía, no mires, que tiene que ser una sorpresa- se quejaba Rafa.

Cuando bajaron las niñas, Pilar les propuso una comida en el río para el día siguiente. La idea fue acogida con alborozo.

- Podemos pasar allí la mañana y a la hora de comer que vaya papá al río en vez de venir a casa.

Con el pretexto de comunicarle los planes a José, los chicos cogieron las bicicletas y pasaron pedaleando el resto de la tarde.

Estaban tan excitados con la idea de la excursión que apenas pudieron dormir esa noche: gran parte de ella la dedicaron a charlar y charlar, y charlar... Y así pasó lo que pasó: Pilar tuvo que despertarlos, pues se habían quedado dormidos tan tarde que ahora intentaban recuperar las horas perdidas de una noche demasiado agitada.

- Arriba, que nos vamos. ¿No queréis ir al río?

Río: Pilar había pronunciado la palabra mágica. Oírla los chicos y saltar de la cama fue todo uno. No tardaron nada en prepararse.

- Vamos en bici- dijo Rafa.

- Muy bonito. Y yo, ¿qué?- repuso Pilar- No, iremos andando y cuando papá acabe su trabajo esta tarde irá a recogernos con el Nissan. Volver, si no es muy tarde, sí podéis hacerlo en bicicleta; a la hora de comer...

Iba a decir "papá puede traerlas", pero pensó que era demasiado lío y rectificó.

- No, olvidaos hoy de las bicicletas. Por un día no pasa nada. Venga, en marcha.

Caminaron a buen paso, a pesar de la impedimenta y no tardaron mucho en llegar. Sin pensarlo dos veces, los chicos, cuando ya se hubieron deshecho de sus cargas, se quitaron las ropas y, en bañadores de colores vivos y alegres, se lanzaron al agua, que a esa hora aún estaba fría, como si tal cosa.

Pilar se metió en el río sin prisa, andando tranquilamente y sin hacer aspavientos al sentir el frío contacto del agua. Al ver entrar a su tía, Rafa comenzó a salpicarla y Pilar a gritarle que no lo hiciera, ante el regocijo de Clara, de Sonia y de Pi, que ladraba alegremente desde la orilla, corriendo como loco de un lado para otro y agitando la cola.

Por fin consiguió Pilar que su sobrino la dejara en paz y aprovechó para nadar un poco mientras los chicos continuaban con sus juegos. La mañana se hizo muy corta. Cuando menos lo esperaban, oyeron un claxon insistente y cantarín; ya venía José. En el Nissan traía las provisiones que Pilar había dejado preparadas: tortillas, empanadillas, croquetas, filetes rusos; huevos duros, tomates, lechuga, aceitunas, atún, cebolla y pimiento para hacer ensalada; aceite, sal y vinagre para aliñarla; pan; y de postre, arroz con leche, que era el favorito de Sonia. Comieron con mucho apetito y, después de ayudar a recogerlo todo y de reposar la abundante comida, los niños se lanzaron de nuevo al agua, que ahora ya estaba caliente tras tantas horas de sol.

- ¿No ensayáis hoy?- les preguntó Pilar en una escapada que hicieron hasta la orilla.

Los chicos recogieron la sugerencia y comenzaron a preparar la payasada. Pasaron un largo rato entretenidos con ello.

Transcurrió entre baños y ensayos la tarde y ya empezaba a oscurecer. Pilar preparó unos monumentales bocadillos y llamó:

- A merendar.

Pi corrió más que nadie.

Aún estaban merendando cuando llegó José para llevarlos de vuelta a casa.

Había sido un día divertido y agotador. Todos habían disfrutado pero ahora necesitaban descansar y reponer fuerzas para el día siguiente.

Esta mañana Pilar no tuvo que despertarlos. Mientras preparaba el desayuno, oyó alboroto y, momentos después, vio entrar a los tres niños en tropel mientras Pi ladraba fuera dando a su modo los buenos días. Tras desayunar, fueron en bici hasta el regato para ver a José y ayudarlo, pero éste no tenía tarea que darles; como allí no podían hacer nada, Rafa, Sonia, Clara y Pi volvieron a casa e hicieron competiciones de bicicleta y de pelota.

- Mamá, ¿podemos ir al río esta tarde?

- No, no puedo acompañaros; mañana.

Los chicos protestaron: todos los años iban cada día al río; éste llevaban ya aquí cinco días Rafa y Sonia y sólo habían ido uno. Pero, aún reconociendo que esto era cierto, Pilar denegó el permiso porque ella no podía llevarlos y no quería que fueran solos. A modo de compensación les propuso que hicieran merienda en la Llanada.

- Os preparo merienda y os vais de excursión a la Llanada. Además, allí podéis ensayar solos, sin que yo vea los números, ¿vale?

Los chicos aceptaron la propuesta, pero hicieron prometer a Pilar que los llevaría al río más a menudo. Pilar lo prometió. La excursión de aquella tarde fue muy divertida. Rafa ensayó con Pi y consiguió que diera unas cuantas volteretas al recibir la orden. Inventó también unas acrobacias con la bicicleta que dejaron asombradas a las niñas. Cuando saciaron su apetito con la riquísima merienda llegó el momento de la payasada. Clara aún no conocía bien su papel, así que Rafa, ejerciendo de director, le daba las instrucciones con mucha seriedad... hasta que Pi se cruzó en el camino de su dueña y ambos rodaron por el suelo arrastrando a Sonia en la aparatosa caída. Terminaron todos riendo a carcajadas, alborozados.

Incluso Pi, a su modo, reía. Eso sí sería una buena payasada, pensó Clara.

Les faltó tiempo para contárselo a Pilar cuando volvieron a casa. Y para repetirlo ante José cuando llegó éste.

Como José no podía trabajar al día siguiente, planearon una excursión al monte para regresar luego a casa por el camino del río. Los chicos se mostraron entusiasmados con la idea.

Pilar estaba encantada, porque, sin nadie en la casa, podría poner al día trabajo atrasado y, además, descansar un poco de la vitalidad agotadora de tres chicos sanos y alegres y un perro travieso y alborotador.

José tocó diana a las ocho de la mañana. Subió hasta la buhardilla y golpeó animadamente la puerta mientras cantaba:

- Quinto, levanta, tira de la manta,

y daba notas imitando una corneta.

Por una vez, el primero en reaccionar fue Rafa. Al oír la voz de su tío, recordó de pronto la excursión y saltó de la cama, corrió a abrir la puerta y, tío y sobrino, hicieron ponerse en marcha a las niñas. Pi ladraba abajo, en el patio.

Pilar ya les había preparado las provisiones cuando bajaron vestidos y aseados.

José dio la orden de partida y se pusieron en camino. La casa quedó en silencio. Pilar no podía creerse tanta tranquilidad.

Después de uno cuantos kilómetros de marcha, los excursionistas hicieron un alto para reponer fuerzas. El más impaciente por reanudar la caminata era Pi. No tardaron mucho en reemprenderla. A mediodía habían llegado ya a la cima del monte. La vista era espléndida y el aire olía a pino, jara, romero y tomillo. Desde allí podía verse la mancha brillante e inquieta del río. Sentados en una lancha desde la cual podían contemplarlo todo, los chicos preguntaban cosas sobre la vida del monte y José satisfacía gustoso su curiosidad. Al cabo de un rato, suspendieron la sesión de aprendizaje y se lanzaron a explorar los alrededores. La exploración les llevó el resto de la mañana.

- Tengo hambre- gritó Rafa desde la rama de un pino.

Ésa fue la señal para la comida. Hubo después de ella una nueva sesión de preguntas y respuestas. José estaba contentísimo del interés que su hija y sus sobrinos mostraban por todo.

- Chicos, ya es hora de que nos vayamos si queréis bañaros un poco en el río.

Hasta llegar a él tenían una hora de camino, no podían retrasar ya la partida. Recogieron, pues, la impedimenta e iniciaron la bajada por el Oeste, siguiendo la marcha del sol. Sonia estuvo a punto de caerse al pisar una piedra suelta y sus esfuerzos por mantener el equilibrio resultaron de lo más cómico.

Caminando, caminando, y cantando canciones de excursión, llegaron por fin al río. Sin dilación se despojaron de las mochilas y de las ropas y se lanzaron al agua corriendo, chapoteando y salpicándose. Hicieron peleas de gallos, se persiguieron unos a otros, echaron carreras, jugaron a imitar lo que hacía cada uno de ellos por turno, se hicieron ahogadillas; lo pasaban tan bien que ni se acordaban de la merienda; como siempre, allí estaba José para llamarlos al orden. Después de tanto ejercicio, tenían hambre de lobo, aunque no se percataron de ello hasta que dieron el primer bocado. Acabaron pronto con las provisiones y emprendieron el camino de vuelta a casa. Ya había oscurecido cuando llegaron. Aquella noche cayeron rendidos.

El domingo no amaneció para ellos hasta las once de la mañana. Pilar les dejó dormir a placer. Trabajaba en el patio cuando oyó a sus espaldas la voz soñolienta de Clara.

- Mamá.

- Buenos días, dormilona- saludó su madre.

La última en aparecer fue Sonia.

No tenían ganas de ensayar para la función, así que jugaron a contar historias hasta la hora de comer.

A las cinco en punto era la Misa en la pequeña iglesia del pueblo. Clara y Sonia ya estaban preparadas a menos diez. Rafa no quería ir, prefería quedarse jugando, y protestó, protestó y protestó, pero terminó por obedecer y acudir a la celebración con toda la familia. A las cinco y media salían de la iglesia y José le decía a su sobrino:

- Venga, ya tienes toda la tarde para jugar. Anda por ahí, bandido.

Dicho y hecho: Rafa echó a correr y no paró hasta llegar a casa, cambiarse la ropa -Pilar le había advertido de que lo hiciera- y ponerse a hacer cabriolas con la bici.

Sonia y Clara se dedicaron a jugar a la pelota y a las adivinanzas por mímica: una de ellas mimaba un personaje famoso y la otra debía adivinarlo. Si acertaba, se intercambiaban los papeles; si no conseguía dar con la identidad del personaje imitado, la primera pasaba a mimar a un segundo.

Entre juegos, llegó la noche. Había sido un día bastante tranquilo, en comparación con los seis precedentes.

Ya había transcurrido una semana.

El lunes, muy de mañana, Rafa se levantó para acompañar a su tío hasta el regato y trabajar allí con él.

Sonia y Clara no madrugaron tanto. Después de ayudar a Pilar en las tareas de la casa, se pusieron a jugar en el patio a la goma, con la ayuda de una silla que hacía de tercera para sujetarla. Lo mismo hicieron por la tarde: Rafa, que se había quedado en casa, consideraba ese juego cosa de niñas y no participaba en él; se dedicaba a pelear con Pi y a jugar con el animal un extraño partido de fútbol. Hubo más de un regaño entre Rafa y las chicas porque en algunas ocasiones se estorbaban los respectivos juegos invadiendo el terreno ajeno.

A la caída de la tarde, Pilar les mandó dentro de la casa para poder regar y refrescar el patio.

- Báñanos con la manguera- pidió Rafa.

- Vale, vamos, poneos los bañadores.

Para regocijo de los chicos, Pilar había aceptado el plan. Cuando reaparecieron, embocó la manguera hacia ellos, que recibieron alborozados la descarga de agua, gritando, riendo y saltando. La diversión duró aún un rato. Pero ya oscurecía.

-Venga, se acabó. Secaos y vestíos que voy a terminar de regar el patio para preparar la cena y tomarla aquí- les dijo Pilar.

A los chicos les había sabido a poco; refunfuñando, pero contentos, hicieron lo que se les dijo.

José llegó cuando ellos entraban. Para él había sido un día de duro trabajo. La velada, pues, no se prolongó mucho.

El martes, Pilar volvió a llevar al río a los chicos, pero lo hizo en el Nissan y para la hora de comer ya estaban de vuelta.

Pasaron la tarde en el patio, ensayando, pues se acercaba el día de la función, y paseando por los alrededores.

Pilar tuvo una visita y además llegó el correo, con un montón de cartas para José. Sonia, Clara y Rafa casi habían terminado de ensayar cuando la visita llegó, pero prefirieron dejarlo entonces, así que, después de saludarla, salieron a la calle, y fue en ese momento cuando toparon con el cartero en la misma puerta de la verja del patio. Estuvieron por allí echando carreras y jugando al escondite hasta que se hizo de noche y regresaron a casa para cenar. José había encontrado esa tarde un pajarillo caído del nido y, después de la cena, los chicos se ocuparon de él, ayudados por Pilar, mientras José leía la correspondencia. Estuvieron jugando después todos juntos durante un rato a las cartas y a la quinta o sexta mano lo dejaron para ir a dormir.

La mañana del miércoles, Pilar fue de compras a un pueblo cercano y se llevó a los chicos, que la ayudaron a trasladar bolsas y cajas desde el supermercado hasta el coche. Visitaron también una librería-papelería, el estanco, y recogieron en una ferretería herramientas que José había encargado la semana anterior. Como se les hizo tarde comieron allí, en uno de los restaurantes del pueblo, y volvieron luego a casa. Después de colocar la compra, Pilar fue dando un paseo hasta el regato y los chicos se quedaron con Pi ensayando en el patio. Cuando se cansaron, cogieron una de las cometas construidas por José y fueron hasta la Llanada para hacerla volar. Era una pena que el tío no tuviera tiempo para enseñar a Rafa el modo de fabricarlas, pensaba éste. Aquella noche durante la cena se lo dijo:

- Tío, enséñame a hacer una cometa.

Cuando terminaron de cenar, José y los chicos fueron al garaje y los ayudó a construir una. Acabaron tarde y cansados, pero había merecido la pena: aquella noche no había en el mundo tres personas más contentas y más satisfechas que Sonia, Rafa y Clara.

Ya llevaban allí los gemelos once días, el tiempo pasaba volando; antes de que se dieran cuenta, llegaría el día de la función. La mañana del jueves no hicieron más que ensayar y ensayar y ensayar. Pero el esfuerzo tuvo su recompensa porque pasaron la tarde en el río, bañándose y jugando con la cometa que habían hecho la noche anterior. José les había prometido que aquélla los enseñaría a construir maquetas y los chicos estaban entusiasmados con la idea.

Cumpliendo su palabra, después de la cena José se encerró con ellos en el garaje y les dio las primeras instrucciones, que siguieron al pie de la letra. Trabajaron un par de horas y abandonaron la tarea.

- Mañana por la tarde no voy a poder trabajar. ¿Qué os parece si la pasamos con esto?- propuso José.

Los chicos aceptaron por unanimidad el plan, aunque eso suponía no ir al río, como habían pensado.

- Bueno, que os lleve mamá por la mañana- dijo José.

- No puede- respondió Clara.

Pero no les importaba mucho, preferían hacer maquetas por una vez. Ante la imposibilidad de ir al río por la mañana, aprovecharon ésta ensayando y jugando en la Llanada. Ya dominaban sus respectivos números, lo que no terminaba de salirles era la payasada. Cuando todo iba quedando bien, ocurría un accidente imprevisto que echaba a perder el número y solía terminar a carcajadas. Aquella mañana fue la primera vez que consiguieron llegar hasta el final sin percances. Ni ellos mismos podían creerlo. Lo ensayaron una vez más y volvió a salir perfecto. Por fin habían logrado dominar también su actuación como payasos. Estaban eufóricos y Pi participaba de la alegría general. Llegaron a casa pregonando a voces el triunfo.

- Mamá, mamá, ya nos sale, ya nos sale.

- Tío, ya hemos hecho los payasos, nos ha salido todo.

- Bieen, bieen, no somos sordos; enhorabuena- contestó José riendo.

- A comer- llamó Pilar.

Cuando terminaron, colaboraron todos en la tarea de fregar y recoger la cocina, de forma que acabaron en seguida.

En fila india, encabezada por José, a quien seguían Rafa, Clara y Sonia, por este orden, y Pilar en la retaguardia, se dirigieron al garaje para trabajar en las maquetas que habían empezado la noche anterior. José iba de uno a otro de los chicos, dándoles instrucciones o ayudándolos prácticamente con alguna pieza rebelde que no se dejaba ver o que no encajaba donde se suponía que debía hacerlo.

Pilar, al cabo de un rato, abandonó la reunión y salió a recoger la ropa tendida y continuar con su tarea planchándola y guardándola.

Fue una tarde entretenida y a los chicos les cundió mucho el trabajo. Incluso a Rafa, que, a pesar de haber roto un par de piezas y haber tenido que rehacerlas, dejó su barco casi terminado. La de mejores manos resultó ser Sonia: apenas había tenido problemas con el suyo y lo acabó esa tarde. Clara terminó también su avión, pero la maqueta de ésta no quedó tan bien rematada como la de su prima.

José estaba muy satisfecho de que su hija y sus sobrinos se mostraran tan entusiasmados por una afición que a él le proporcionaba tan buenos ratos.

Prometió a Rafa sacar tiempo la tarde siguiente para ayudarle a terminar el barco. Pero el chico estaba impaciente por acabarlo y consiguió de su tío que lo ayudase a darle fin aquella misma noche después de cenar.

Ya tenían todos una maqueta construida con sus propias manos.

- Ahora tenéis que ponerles nombre- sugirió Pilar.

Rafa lo vio muy claro: llamó a su barco "El Temido", igual que el barco pirata de una canción que había oído en el colegio. Sonia no encontraba nombre para el suyo. Estaban buscando uno cuando Pi ladró fuera.

- Ya está: ¡Pi! Mi barco se llama Pi.

Clara puso Águila a su avión.

Pilar despertó temprano a los niños el día siguiente.

- Venga, que hay que preparar los trajes para la función. Arriba, arriba- los animó con voz alegre.

Ésa era una parte muy divertida de la organización de su circo, a los chicos les encantaba buscar y rebuscar ropa vieja, trapos, zapatos en desuso y toda clase de cosas que les pudieran servir para disfrazarse.

Mientras Pilar terminaba de hacer alguna tarea pendiente, Sonia, Rafa y Clara revolvían los baúles del cuarto trastero y el viejo armario en el que se guardaba de todo. Allí estaban los disfraces del año anterior. Como habían crecido, a los chicos ya no les valían, tendrían que hacer arreglos o ingeniar unos nuevos. La ayuda de Pilar era poco menos que imprescindible. Sábanas, trapos, ropa vieja, la tropa se movilizó en su busca por los armarios de la casa. No tardaron en dar con lo que necesitaban.

De una vieja falda negra de Pilar hicieron una capa para el mago; la chistera la hicieron con cartulina; una vara de mimbre adquiriría propiedades mágicas en manos de la Gran Clara. El disfraz de bailarina lo resolvieron haciendo un cuerpo con una sábana inservible al que cosieron el tutú del año anterior, montado sobre el mismo armazón de alambres.

Con un mono de trabajo de José al que cosieron restos de telas de colores vivos, y unos cojines como relleno, convirtieron a Rafa en un payasete muy gracioso; Pilar le preparó un gorro-peluca cosiendo hebras de lana naranja en una visera a cuadros de su marido y le buscó unas botas de pocero del 43 para que

se las calzara. A la payasita Sonia le hicieron su disfraz con un saco al que cosieron como remiendos paños de cocina; le hicieron un cuello duro con un cartón blanco y buscaron una ancha corbata pasada de moda. Por los zapatos no había que preocuparse: servían los del año pasado. Y no necesitaba peluca: se recogería el pelo en dos coletas altas adornadas con lacipondios chillones; y un sombrero, para el número necesitaba un sombrero. Ah, sí, ya estaba: podían ponerle una floripondia a la chistera del mago, y, como a Sonia se le encajaba justo sobre las cejas, quedaría muy graciosa.

Para Clara hicieron un traje de payaso listo aprovechando los bombachos del disfraz de Simbad que habían hecho otro año y una chaqueta de la propia Clara que ya le venía pequeña, a la que prendieron bolitas de papel plateado. El calzado no era problema: servían unas bambas blancas, bastaba con añadirles un pompón de papel de aluminio. Tampoco lo era el gorrito puntiagudo: un simple embudo blanco con algún que otro adorno adicional servía para el caso.

Para su número con el terrible Pi, el domador Rafa sólo necesitaba un látigo, y ya lo tenía. Tampoco precisaba nada para sus acrobacias en bicicleta.

Dieron un repaso mental a la lista de números por si aún faltaba vestuario que preparar: no, ya lo tenían todo.

Habían empleado en la tarea casi toda la mañana y un par de horas después de la comida, pero estaban tan entretenidos y habían disfrutado tanto, que todo ese tiempo transcurrió sin que lo sintieran.

- Vamos a merendar al río- propuso Pilar cuando acabaron definitivamente.

La idea fue acogida con el habitual entusiasmo. En un santiamén, Pilar preparó provisiones y José condujo hasta allí a la tropa. Se bañaron, jugaron a la pelota con trampas... Por cierto, era José quien más hacía.

Después de tanto ejercicio, tomar un baño y luego la merienda, allí, junto al frescor del agua, hizo que ésta les supiera mejor que nunca, aunque hubiera sido hecha en casa y no en las ascuas de una hoguera. Al oscurecer, emprendieron el regreso.

Los niños estaban aquella noche un poco mohínos: el día siguiente era el último. Los tíos venían para llevarse a Rafa y a Sonia. Pero también era el día de la función; eso los animaba un poco.

Sonó temprano un claxon. Rafa saltó de la cama al oírlo; tenía ganas de ver a sus padres, más de las que él creía. Bajó corriendo las escaleras sin molestarse en despertar a Sonia y a Clara, pero éstas ya lo habían hecho y le siguieron escaleras abajo, en pijama y con los ojillos medio cerrados aún. Tres niños y un perro se abalanzaron sobre los padres de los gemelos, que ya esperaban una bienvenida así. Sonia, Clara, Rafa y también Pi, se morían de ganas de contarles qué función habían preparado esta vez.

- Después de la siesta hacéis el circo- propuso Paco.

Los niños aceptaron.

Aquella última mañana la pasaron todos en el río, nadando y chapoteando, jugando a la pelota en la orilla y al escondite por los alrededores.

Comieron allí mismo y, como Paco había propuesto y los niños aceptado, después de la plácida siesta sobre la hierba, regresaron a casa para realizar la función.

El público ya estaba acomodado en sus asientos; los artistas ultimaban detalles tras la esquina. Empezó a sonar música de circo (José se había ofrecido a ocuparse de ello); de la esquina surgió, con su sombrero de copa, que luego habría de servir para el mago, y grandes bigotes el maestro de ceremonias, el cual, con mucho entusiasmo, saludó a los presentes, entre quienes se encontraban todos los vecinos del pueblo: la abuela Engracia, con su hija Julia y su yerno, Camilo; el tío Pedro el Porrero y su mujer, la señora Juana; Clemente, el cartero, y Ceferina, su mujer; la tía Pascuala la Carbonera, Manolo el del cuartel; el matrimonio formado por don Mariano y doña Lola; María con su marido, Luis; y los más ancianos, Bartolomé, de noventa y ocho años, y su esposa, Carmela, que contaba ya los noventa y uno.

- Señoras y señores, un verano más, con ustedes, el Gran Circo...

Clara no recordaba el nombre. Se oyeron murmullos provenientes de la esquina: Rafa le soplaba a su prima:

- El Gran Circo Piraclaso.

Clara siguió:

- Ah, sí. Con ustedes, el Gran Circo Piraclaso. Podrán ver esta tarde a la gran bailarina Sonia Perezova, que bailará para ustedes una cosa muy bonita.

Sonia salió para saludar.

- También actuará el gran domador Rafastu, con su feroz tigre Pirracas.

Ahora fue Rafa, el Gran Rafastu, quien apareció por la esquina y saludó.

- Y, cómo no- continuó Clara-, nuestro mago, el Gran Clarini.

Clara, Clarini, hizo una reverencia, sombrero de copa en mano.

- Estarán además con ustedes, los Payasos Risetes, y los acóbatas- aquí hubo sonrisas por parte del público- Hermanos Franchutes.

A medida que Clara iba dando fin a la presentación, la pista iba quedándose vacía. Ahora anunciaría el primer número.

- Y ahora, para todos ustedes, la actuación de la gran bailarina rusa, Sonia Perezova.

Dicho esto, desapareció el maestro de ceremonias e hizo su aparición, en puntas, la Perezova, a los sones de Vivaldi (José había elegido la música). La joven artista giraba, daba saltitos, movía delicadamente los brazos y ponía cara de éxtasis al compás del Verano. Cuando dio por finalizada su actuación, una salva de aplausos premió su esfuerzo y la calidad de su número. El sonido de las palmas pareció excitar al terrible Pirracas, y ladraba sus rugidos cada vez más fuerte.

La Perezova salió de la pista con pasos de bailarina y entró de nuevo en ella el maestro de ceremonias.

- Señoras, señores, después del baile, tan tranquilito, prepárense para ver un número lleno de emoción y de peligro. Con ustedes...- aquí redoble de tambor- el Gran Rafastu y su feroz tigre... ¡Pirracas!

Pi hizo su aparición ladrando, brincando y moviendo la cola con alegría. Rafa venía detrás, caracterizado con los bigotes prestados, o, más bien, compartidos con el maestro de ceremonias, una vieja chaqueta roja que tía Pilar había pensado desechar, las botas de pesca de tío José, unas polainas blancas de Clara, zurcidas para la ocasión en la rodilla derecha y en el talón izquierdo, un casco blanco de albañil, adornado con una cinta negra, y llevando en una mano una silla pequeña de enea y en la otra una cuerda, que hacía las veces de látigo, y un hula-hop.

El número estuvo a punto de hundirse antes de dar comienzo: a dos metros del borde de la pista, junto a la valla de piedra, entre dos jardineras, Pi descubrió a un gato y, olvidando su papel de tigre y, por tanto, su parentesco con el doméstico felino, dio un brinco sobre sus cuatro perrunas patas y se lanzó en dirección al gato, el cual, de inmediato, emitió un maullido de alarma, saltó olímpicamente la tapia y escapó así de las garras de Pi. El feroz Pirracas no había obedecido las órdenes de su domador, que lo incitaban a volver mientras él llevaba a cabo su intento de caza. Ahora el Gran Rafastu reía tirado en el suelo y su fiera se revolcaba alegremente con él, moviendo el rabo y ladrando como si también riera. Por fin ambos recuperaron la compostura y, ya en sus papeles de fiera y domador, dieron comienzo al número.

Se hizo un gran silencio, por sugerencia del maestro de ceremonias ("Se ruega silencio, por favor. La vida del domador corre peligro". Risas contenidas respondieron a estas palabras, dichas con toda seriedad). El espectáculo dio comienzo: Rafastu, sirviéndose del látigo y de su imperiosa voz, hizo saltar a través del aro al feroz Pirracas una vez, dos, tres, cuatro, tan deprisa que el canino tigre estuvo a punto de doblar sus patas tras el último salto. Sin embargo, no fue así y continuó la función. Ahora Pi, siguiendo las indicaciones aprendidas, respondió al lazo dibujado en el aire por Rafa con el látigo, dando un gran salto y girando sobre sí mismo antes de volver a pisar tierra. Un bravo unánime brotó del público al ver tal proeza. El domador, ante esta acogida, hizo que Pi la repitiera un par de veces seguidas. A continuación, dando muestra de un gran valor, Rafastu se dirigió a cuerpo limpio hacia el feroz animal y consiguió de él que se tumbara a sus pies, anduviera amenazadoramente a su alrededor, caminara sobre dos patas en dirección al público y regresara girando sobre ellas como en un paso de baile. La demostración arrancó aplausos al respetable. El número se cerró con un atlético salto de Pirracas mediante el cual salvó la cuerda atada por un extremo a la silla, puesta sobre un cajón de cierta altura, y sostenida del otro por Rafa un poco por encima de su hombro.

Una salva de aplausos correspondió al saludo del Gran Rafastu y de su dominada fiera, el terrible Pirracas.

Tras retirarse éstos de la pista, hizo de nuevo su entrada el maestro de ceremonias, esta vez para anunciar el número de magia, que corría a cargo de...

- ...¡El Gran Clarini!

Empezó a sonar una suave música de fondo, mientras el ilusionista se despojaba de su chistera y hacía unos movimientos con la varita. Muy serio, mostró al público el fondo de la chistera para que pudiera comprobar lo vacío que estaba. Colocó el sombrero boca arriba sobre una mesita, dio sobre él unos cuantos pases mágicos con la varita, introdujo la mano y extrajo de la copa una baraja. Los espectadores aplaudieron. Ahora se dirigió hacia éstos y le pidió a Pilar que extrajera de la baraja una carta, la mirara bien, se la enseñara a los demás y luego la metiera entre las otras, donde ella quisiera. Así lo hizo Pilar. Clarini introdujo la baraja en la chistera, dio un pase con la varita y lanzó fuera las cartas con un vigoroso movimiento de muñeca; no quedó ninguna en el sombrero, salvo... el cuatro de copas. El mago la mostró, sin sacarla, al público.

- ¿Era ésta?- preguntó a su improvisada colaboradora.

- Sí- respondió Pilar asombrada y sonriente.

Salva de aplausos para el Gran Clarini.

Del bolsillo interior de su chaqueta extrajo ahora un gran pañuelo rojo y un huevo. Desplegó el pañuelo y lo sostuvo con la mano derecha; pidió a su ayudante, Sonia, que sujetara uno de los extremos mientras él sostenía el otro; así extendido, Clarini colocó el huevo sobre el borde del pañuelo y lo hizo desplazarse lentamente hacia un lado y hacia el otro. De nuevo recibió aplausos como premio. Era el final de su número. Se retiró el Gran Clarini para dar paso a los acróbatas Hermanos Franchutes, presentados enfáticamente por un maestro de ceremonias con el bigote descolocado. Entraron dos de los miembros del trío, saludaron y esto dio tiempo a que el tercero pudiera despojarse de su atavío de presentador, quedar en pantalón corto, camiseta y zapatillas y salir a la pista. Ahora estaba la compañía al completo. El número podía empezar. Los tres Franchutes se colocaron en fila india y comenzaron a avanzar en la misma dirección, dando volteretas laterales sobre las manos con una coordinación casi perfecta. Llegados al límite de la pista, iniciaron el recorrido en sentido contrario. Se dispusieron luego en un amplio círculo y comenzaron una rotación desplazándose con el mismo tipo de voltereta. Cambiaron después de esto el ejercicio y dieron inicio a otro tipo de saltos: Clara y Sonia se convirtieron en potros y Rafa, de un brinco, salvó a su prima para hacer lo mismo con su hermana acto seguido y colocarse inmediatamente en posición mientras Clarita saltaba ya por encima de Sonia, de Rafa a continuación, y volvía a inclinarse para permitir a su prima saltarla después de que ésta hubiera brincado ya a su hermano. Cuando todos hubieron saltado a todos, reinició Rafa la cadena y la cerró con una triple voltereta frontal sobre las manos. El público estaba entusiasmado. Los Hermanos Franchutes concluyeron su actuación conjunta saliendo de la pista de una forma poco usual: lo hicieron caminando sobre las manos.

Era el turno ahora de Rafa Franchute y su bicicleta. Salió el acróbata sobre ella, pero sobre el asiento no iban acomodadas las posaderas, no: Rafà Franchute iba en cuclillas sobre el sillín. De un salto, cambió la postura y adoptó la normal; ya en esa posición, hizo unos cuantos caballitos, realizó algunos giros levantando la bici, de pie sobre los pedales. Sin bajarse del artefacto, manteniendo el equilibrio, Rafà inició una exhibición de poses: a una postura seguía otra más complicada y luego otra aún más difícil de mantener; fue algo así como bailar rap montado en bicicleta. El público aplaudió muchísimo la pericia del artista y Rafà Franchute abandonó la pista muy satisfecho de sí.

La función casi llegaba a su fin. Pero aún faltaba lo mejor. El maestro de ceremonias hizo su aparición.

- Señoras, señores, con ustedes, y para acabar la función, lo mejor de lo mejor. Carcajadas y más carcajadas, millones de carcajadas, miles de millones de carcajadas con los Payasos ¡Riseteeeees!

Risetón y Risetillo invadieron la pista con sus zapatones, enormes, y sus desmesurados pantalones, tropezando uno con otro, dándose de frente barriga contra barriga. El accidental choque fue el comienzo de una pelea muda que desembocó en un duelo. Cuando Risetón y Risetillo se habían colocado ya espalda contra espalda, llegó Risete (Clara), que trató de disuadir a los contrincantes mediante saltos y postraciones ante uno y otro en actitud suplicante, a las cuales respondían Risetillo-Sonia y Risetón-Rafa con movimientos negativos de cabeza. Así las cosas, sólo había una salida: admitir el duelo y arbitrarlo. Con la aquiescencia forzosa de Risete, los dos contrincantes se dieron la espalda. A una palmada de Risete, ambos iniciaron el primer paso y... así se quedaron, apoyados en una sola pierna y con la otra en avance, suspendida en el aire: el árbitro había dado una imprevista señal de alto. Con un dedo empujó hacia el suelo primero la pierna levantada de Risetón y luego la de Risetillo, que recuperaron así una posición normal; después llevó aparte al primero, le abrió la enorme chaqueta, miró en el interior e hizo un gesto de aprobación; repitió la operación con Risetillo; de nuevo se dieron la espalda los duelistas y de nuevo quedaron como estatuas, con la pierna en el aire. Esta vez, Risete los había detenido para partir el campo. Por tercera vez se inició el duelo y por tercera vez el árbitro lo interrumpió, ahora para destocar a los contrincantes. A la cuarta fue la vencida. Risetillo y Risetón, de espaldas uno al otro, dieron diez pasos marcando exageradamente los movimientos, se quedaron parados apenas un segundo, y, a la señal de Risete, se volvieron, extrajeron con la rapidez del rayo sus armas, se apuntaron, y... dispararon sus pistolas de agua contra el desprevenido árbitro, que quedó con la cara totalmente empapada e inició la persecución de los bromistas.

El público aplaudió el número con entusiasmo. La función llegó así a su fin; un año más, había sido un éxito.

Para premiar el esfuerzo de los artistas y ayudarles a recuperar las energías gastadas, Pilar y Blanca habían preparado una estupenda merienda que tomaron al aire libre. Como postre, una riquísima tarta de nata y chocolate, especialidad de tía Blanca. También hubo un trozo para Pi, el feroz Pirracas.

Oscurecía ya. La hora de marcharse iba llegando. José y Paco bajaron las maletas de los niños y las metieron en el coche. Blanca y Pilar apuraban los últimos minutos de conversación y los chicos hacían planes para una próxima visita. Era el momento de despedirse: intercambio de besos y abrazos, palmadas para Pi.

Ya estaban todos dentro: tío Paco, tía Blanca, Sonia y Rafa. El coche arrancó. El sonido del claxon se mezcló con las voces de adiós y los ladridos de Pi, y luego fue alejándose hasta desaparecer. "Hasta el año que viene, hasta el año que viene..." oía Clara silbar al viento.


RELATO DE OTOÑO

El verano pasó. Ya ha empezado el colegio y mi hija Clara se ha incorporado a las clases. Todas las mañanas la llevo allí; a la salida, por la tarde, es su padre quien va a recogerla. Como en la escuela hay servicio de comedor, la niña se queda allí a mediodía y no regresa ya hasta las cinco y media. Cuando vuelve, tengo preparada su merienda; Clara suele entrar en casa corriendo, soltar su cartera en cualquier parte y gritar:

- Mamá, ya estoy aquí.

Después de merendar y hacer los deberes, el tiempo es suyo, puede emplearlo como quiera; es decir, dentro de un orden. A pesar del forzoso aislamiento en que vivimos y la ausencia de compañeros para jugar, Clara encuentra siempre actividades en las que emplearlo. He mencionado antes nuestro aislamiento. No lo elegimos, nos lo impuso el trabajo de José, mi marido, pero nos hemos adaptado bien y tenemos cuanto necesitamos para llevar una vida confortable y sana. Somos felices aquí; ahora y por el momento, no cambiaríamos esto por nada.

Habitamos el pueblo tan pocas personas, que somos como una gran familia, con sus más y sus menos, pero, a la hora de la verdad, siempre ahí los unos para los otros.

De Bartolomé, que anda más cerca de los cien que de los noventa, y de su mujer, Carmela, que ya va a cumplir los noventa y dos, cuidamos todos. Su único hijo murió en la guerra y no tienen ningún familiar, pero no quieren vivir en una residencia, su mayor deseo, el de los dos, es morir en su casa. Aquí han vivido siempre y no podrían hacerlo en otra parte. Todos somos conscientes de ello y nos ocupamos de que no les falte nada, sobre todo compañía y cariño.

Camilo y Julia son un matrimonio muy agradable, siempre dispuestos a echar una mano a quien lo necesite; viven del campo: consumen parte de lo que producen y otra parte la venden en los mercadillos semanales de los pueblos de la comarca. Camilo y mi marido hacen muy buenas migas, y siempre forman pareja contra el tío Pedro y Clemente cuando juegan al mus o al dominó.

Con Camilo y con Julia vive la madre de ésta, la abuela Engracia, cuya mayor preocupación es saber de sus nietos, Marta y Javi, que trabajan en la ciudad; allí viven y sólo vienen al pueblo de vez en cuando, no muy a menudo, para ver a sus padres y a su abuela. Es una viejecita muy cariñosa. Siempre dice que tiene tres nietos: Javi, Marta y... Clara.

Olvidé decir que, de vez en cuando, Camilo y Julia nos regalan algunas verduras y hortalizas. Son muy amables.

Otros vecinos son el tío Pedro, apodado el Porrero debido a su antiguo oficio, que lo hizo famoso por sus ricas porras en toda la comarca, y su mujer, la señora Juana, cuya paciencia es infinita: debe de serlo, para aguantar el mal genio de su marido. El tío Pedro es gruñón, refunfuña y protesta por todo, pero luego es un bendito, y la señora Juana, callandito, callandito, hace de él lo que quiere. Claro, que ella también tiene su genio y, las pocas veces que lo saca a relucir, "arde Troya", por decirlo con sus propias palabras.

Clemente es el cartero; aquí no hay oficina de Correos, naturalmente; trabaja en la de Valsoto y va y vienen todos los días; aún le quedan siete u ocho años para jubilarse; es un gran jugador de mus y tan mal perdedor como José, mi marido, aunque éste lo disimula; es muy bromista y una de sus diversiones favoritas consiste en pinchar al tío Pedro para verlo enfurruñarse y reírse un poquito con él.

La esposa de Clemente se llama Ceferina y no nació aquí, sino en Escudilla, un pueblo relativamente cercano. Es una mujer un tanto apagada, le falta la gracia de la señora Juana o de Julia, por ejemplo, pero está llena de buenas intenciones. Ceferina es el tipo de mujer desastre; quiero decir: si está tendiendo la ropa, lo más probable es que se le caiga la bolsa de las pinzas; o que tropiece, deje caer el cubo con la ropa limpia y se vea obligada a lavarla otra vez. Cuando este tipo de cosas le ocurre -dos docenas de veces al día- se agobia y habla entre dientes. Gracias al buen humor de Clemente, si no... Es justo el marido que necesitaba.

La tía Pascuala, conocida como la Carbonera, tiene setenta y ocho años y es viuda desde hace diez. Como sargento, no hubiera tenido precio: le encanta mandar y disponer; cierto que lo hace con buena voluntad, pero resulta desagradable su costumbre de meterse en todo. Al principio me costaba, pero he aprendido a llevarla, como los demás: basta con fingir que la escuchas, decirle una buena palabra y luego hacer lo que te parezca conveniente. La Carbonera es una anciana muy activa y eso le permite ayudar a los demás de una forma práctica; sí, ésa es la otra cara de la moneda: la tía Pascuala no se queda en consejos. No es mala mujer, no.

Una prueba de su fuerte carácter: tiene seis hijos y ninguno a conseguido que abandone su casa y vaya a vivir con él.

- En mi casa mando yo- suele decir.

Manolo el del Cuartel es pastor, soltero, y vive en la casa que fue de sus padres. Su apodo le viene, no de alguna relación con el ejército o con la Guardia Civil, sino de una frase muy suya, que dice siempre cuando habla de lo mucho que le hacía trabajar su padre de niño:

- No me daba cuartel, no me daba cuartel- repite entonces.

Una de las cosas que más le gustan es oír la radio. En sus largas horas de pastoreo, siempre lleva una consigo, para amenizar su quieta labor.

Apenas sabe leer y escribir, pero su interés por aprender es grande y le pidió un día a José que lo enseñara; mi marido accedió; cuando esto llegó a oídos de Clemente y de Camilo, les faltó tiempo para ofrecer su ayuda a Manolo, de forma que ahora son tres sus maestros. Sería más correcto decir cuatro: Luis también colabora y así todos los días puede Manolo practicar un poco; si no es uno quien tiene un rato para dedicárselo, es otro.

Luis es el compañero de mi marido, ambos trabajan en el mismo proyecto. Está casado con María. Son algo más jóvenes que nosotros y aún no tienen hijos. María es moderna, abierta y simpática, posee un humor excelente y eso le permite seguir adelante en este ambiente, que no es el suyo. Aquí se aburre y está deseando vivir de nuevo en la ciudad, con sus cines, sus discotecas, sus teatros, sus exposiciones, sus tiendas, sus cafés, la muchedumbre. María ama la playa en verano y la nieve en invierno, los deportes acuáticos y el esquí de alta montaña, los buenos hoteles y los refugios confortables; una de sus pasiones es la informática, y a ella se dedica profesionalmente: antes de trasladarse aquí, trabajaba como profesora de esta materia optativa en un instituto privado; ahora da clases en su propia academia, abierta por ella en Valsoto a poco de venir a este pueblo; el negocio no le deja una fortuna, pero algunos beneficios sí le produce, además le ayuda a pasar el tiempo y, lo más importante, a mantenerse al día. En casa tienen un ordenador y pasa horas con él. La mañana la emplea en hacer la casa y, cuando ya ha acabado esa tarea, llena el resto del tiempo visitándome y dedicándose a sus aficiones. Va a la academia de cinco de la tarde a diez de la noche. Su intención para cuando acabe el proyecto en que trabajan Luis y José, es emplearse como programadora en alguna gran empresa.

Por lo que respecta a Luis, su aspecto físico es impresionante: altísimo y corpulento, contrasta mucho con la menuda María; ronda los dos metros y, a buen seguro, sobrepasa los ciento diez kilos. Pero tiene cara de buen chico y unos ojos que no dejan de sonreír. De tan buen carácter como su esposa, es fácil llevarse bien con él; es una compañía ingeniosa y divertida, un chico muy ocurrente y muy sociable. Toma su trabajo con calma y se altera por muy pocas cosas.

Y ya sólo me queda hablar de don Mariano y de doña Lola; él es médico retirado; siempre ejerció en el pueblo; le llegó la jubilación al mismo tiempo que la decadencia a éste. Podrían vivir en un lugar menos aislado, pero les gusta la tranquilidad y, sobre todo, aman el pueblo en el que han vivido durante cuarenta años. El bueno de don Mariano siempre está dispuesto a ayudar en pequeñas y no tan pequeñas emergencias, como aquella vez en que a Ceferina se le clavó una astilla en un dedo, o aquella otra en que Manolo se rompió una pierna y se la entablilló para que pudieran trasladarlo sin peligro a Valsoto.

Aunque jubilado, sigue siendo médico y no lo olvida nunca.

Doña Lola tiene maneras de gran dama y los vecinos más ancianos se dejan impresionar por ellas. A sus ojos, ocupa una posición social destacada: es la mujer del médico, un señor de carrera. El respeto de los más jóvenes no lo ha ganado por eso, sino por su amabilidad; aunque un poquito orgullosa, es una señora muy cortés y educada y siempre resulta agradable su trato.

Nosotros llegamos al Villar de Santa Gaudencia hace ahora cuatro años. Cuando anunciamos a la familia nuestros planes, hubo una conmoción; mi madre y mi suegra pusieron el grito en el cielo y los razonamientos sobre el tapete: "Pero hijo, con el trabajo tan bueno que tienes, cómo vas a dejarlo para irte allí, a vivir al quinto pino. Mira que tenéis una hija y tenéis que pensar en ella. Que aquello estará muerto, que no vais a tener ningún entretenimiento..." Más o menos, lo mismo que mi madre: "Hija, que tú estás acostumbrada a la gente, al jaleo, y ir a encerrarte allí es un disparate, y más con la niña..." El único que estuvo encantado con la idea fue mi suegro, desde el principio nos apoyó incondicionalmente. Él siempre ha pensado que la vida tranquila y el contacto con la naturaleza, sin lujos ni demasiadas cosas superfluas, es mucho más sana que cualquier otra y hace mejor gente. Si por él fuera, vendría a vivir con nosotros; de hecho, nos visita muy a menudo. Mi suegra y mi madre son otra cosa, lo que a ellas les va es la vida social: tomar el café con las amigas, ir de compras, o, simplemente, a ver escaparates, hacer excursiones, y eso aquí no podrían hacerlo. No, mi madre en su pueblo grande y mi suegra en su ciudad llevan la vida que les gusta.

José, evidentemente, se parece a su padre; mi cuñado, Paco, tiene más de su madre. Yo soy hija única y saqué los rasgos de carácter más sobresalientes del uno y de la otra: soy tan testaruda como lo era mi padre e igual de organizada que mi madre; tan imprevisible a veces como ésta y con el mismo sentido de la amistad que mi padre poseía. Sólo espero que Clara haya heredado lo mejor de cada uno de nosotros, que para defectos ya le bastarán los suyos (me hará feliz que mi hija sea una buena persona, pero no soy de esas madres que creen posible hacer de sus hijos seres perfectos). Por el momento, Clara es una niña muy normal: me da muchas satisfacciones y nunca grandes disgustos. En el colegio es bastante aplicada, aunque, como todos, descuida un poco aquellas asignaturas que menos le gustan; es muy sociable y posee una gran imaginación; tiene buen carácter y mal pronto; suele ser obediente, pero a veces se amotina y hay que llamarla al orden. Procuramos razonar con ella, casi siempre con buenos resultados, pero en ocasiones hemos de recurrir al castigo para hacerle comprender que ha obrado mal. Siente una inteligente curiosidad por todo, pero no deja de ser una niña y no siempre es capaz de entender las explicaciones que se le dan.

Debo confesar que me encantan los "peros" de Clara; no soportaría tener una hija repipi y sabihonda.

Hoy vendrá a casa más tarde de lo habitual: es el cumpleaños de una de sus amigas y está invitada a la fiesta. Hasta ahora, Clara ha celebrado los suyos aquí, en casa; ese día preparo una gran merienda y un buen chocolate con bizcochos y los niños lo pasan en grande participando en los diversos juegos y concursos que José y yo organizamos para ellos. Nunca baja de veinte el número de invitados, pero no todos asisten. Supone mucho trabajo para mí, pero me gusta que mi hija tenga fiesta de cumpleaños y que todo salga bien.

En realidad, trabajo no me falta nunca: la casa y el patio se llevan buena parte de mi tiempo, y el que tengo libre me gusta emplearlo en leer -Clara ha heredado de mí esta afición- y en escribir. Hace unas semanas me dije: "¿Por qué no narrar las vacaciones de mi hija y de mis sobrinos? Puedo intentarlo." Y así lo hice. Después se me ocurrió que, si alguna vez tenía lectores la historia, debería darles una idea un poco más amplia de nuestro entorno, y me puse a ello.

Aunque el Villar de Santa Gaudencia no ofrezca diversiones urbanas, no llevamos una vida retirada y solitaria: los vecinos somos pocos, pero, afortunadamente, bien avenidos. Además, voy a Valsoto todos los días y aprovecho dos de ellos para hacer la compra. En ocasiones recojo yo a Clara cuando sale del colegio y, si no tiene muchos deberes, la llevo de compras, o a merendar a un burguer. Los fines de semana solemos ir al cine y pasar en Valsoto la tarde. Con frecuencia, nos acompañan Luis y María. Nosotros regresamos a casa a una hora razonable y ellos se quedan de marcha. Alguna vez lo hemos hecho también José y yo. En esas contadas ocasiones, Julia se ha llevado a Clara para que durmiera en su casa y nosotros pudiéramos salir tranquilos. A mí me gustaría ir de marcha más a menudo, pero no me parece bien dejar que otra persona se ocupe de mi hija mientras yo me divierto. En ocasiones especiales -nuestro aniversario, el cumpleaños de José y el mío- no tiene importancia, pero no estaría bien hacerlo por norma.

Debo decir que también Luis y María se han ofrecido a quedarse con Clara algún fin de semana para que podamos ir solos por ahí.

Como no abusamos de ella, siempre podemos contar con la ayuda de nuestros vecinos.

Así es nuestra vida en el Villar: apacible, pero nunca aburrida. Las mejores épocas del año son las de vacaciones: el verano y la Navidad. Como ya he contado las estivales, contaré ahora cómo transcurren las navideñas. Por cierto, ya se aproximan y aún no sé cuántos seremos en casa este año. En circunstancias normales, nos reunimos mi madre, mis suegros, mis cuñados, mis sobrinos y nosotros: en total diez personas y un perro, porque Pi también cuenta.

Así fueron las del año pasado:

UNA BUENA NAVIDAD

Eran las doce, mediodía. Clara había sido la primera en oír el coche y había volado a su encuentro. Se abalanzó sobre sus abuelos casi sin darles tiempo a bajar del vehículo.

Rosa y Andrés habían madrugado y viajado hasta el pueblo de su consuegra para recogerla e ir los tres juntos al Villar de Santa Gaudencia, a pasar la Navidad con sus hijos y nietos.

Tras recibir el efusivo saludo de Clara, recibieron los recién llegados la bienvenida de Pilar y José.

- Hola, bonita- saludó Andrés a su nuera, dándole un cariñoso cachete en la mejilla.

- Hija- y un beso fueron las muestras de afecto que Pilar recibió de su madre.

También para José hubo besos y abrazos de sus padres y de Carmen, su suegra.

El pobre Pi estaba un poco celoso, porque nadie correspondía a sus ladridos de bienvenida, sólo Andrés le dio unas palmaditas de simpatía. Si hubieran sido los gemelos... ésos sí le habrían hecho caso, pensaba Pi en su canino corazón.

Los recién llegados se despojaron de sus prendas de abrigo; Carmen y Rosa se acomodaron en la mesa camilla, al calor del brasero; Andrés se aproximó a la chimenea, que llevaba encendida toda la mañana.

- ¿Un caldito, para entrar en calor?- ofreció Pilar.

Todos aceptaron encantados el reconfortante y sabroso líquido.

Mientras las mujeres deshacían el escaso equipaje y conversaban, José llevó a su padre hasta su zona de trabajo para enseñarle los progresos conseguidos desde la última visita. Andrés estaba entusiasmado.

- Esto es estupendo. Me voy a venir una semanita a echarte una mano. y que tu madre se quede allí, cotorreando con sus amigas, que es lo que le gusta. Bueno, José, ¿y las maquetas? ¿cómo van? ¿Has hecho muchas?

- Vamos a casa y te las enseño.

En ello estaban cuando aparecieron Clara y Pi.

- ¿Has visto las maquetas, abuelo?

- Sí. Vamos a ver, a ti ¿cuál te gusta más?

Abuelo y nieta empezaron a hablar y ésta casi olvida para qué había ido allí. De pronto se acordó de que tenía que llevar un tronco para la chimenea, su madre la había enviado por ello.

No se entretuvo más e hizo lo que le había mandado Pilar.

-Vamos, hija, ya iba a ir yo a por la leña.

El fuego estaba casi apagado.

Carmen y Rosa se disponían a preparar la comida y Pilar fue a la cocina, con ellas.

Clara, bien abrigada, volvió al garaje con su padre y con su abuelo, seguida de Pi. José y Andrés charlaban mientras el primero trabajaba en una de sus maquetas.

- Bueno, aquí está mi nieta.

Pi ladró.

- Sí, hombre, ya te he visto- respondió el abuelo riendo y palmeando el lomo del perro.

José seguía con lo suyo, y lo suyo era un avión al que aún le faltaban unas cuantas piezas. Ahora estaba ocupado precisamente en hacer una de ellas; un ligero error en la medida le había obligado a modificar otra y se afanaba en esos momentos para recuperar el tiempo perdido. Como era rápido trabajando, no iba a costarle mucho.

Sin embargo, ya no lo conseguiría aquella mañana.

- A comer.

Rosa venía a buscarlos para que fueran a la mesa.

Como los mayores, después de la comida y el café, se pusieron a echar una partidita y fuera hacía frío, Clara subió a la buhardilla, cogió un libro de la estantería e intentó leer, pero no podía concentrarse, no hacía más que pensar en la llegada de sus primos. Ya no podía faltar mucho. Sólo había conseguido leer un capítulo del cuento, cuando oyó un claxon. Dejó el libro, sin cuidado de marcar la página, y bajó deslizándose por la barandilla, cruzó la puerta de la casa y allí estaban ya Sonia, Rafa, tía Blanca y tío Paco. Tras los besos y abrazos, se rehízo la calma.

- Bueno, ¿es que no pensáis pedir el aguinaldo?- preguntó Andrés a sus nietos.

Los niños se miraron. Clara subió corriendo a su cuarto y bajó un par de panderetas. José le dejó una zambomba a su sobrino.

Provistos ya los tres de instrumentos adecuados y abrigados convenientemente, fueron a pedir el aguinaldo a sus vecinos. No todos estaban: a la tía Pascuala se la había llevado uno de sus seis hijos. También don Mariano y doña Lola habían ido a pasar la Nochebuena con su hijo y su nuera; Luis y María se habían marchado para celebrarla con los padres de él. Pero quedaban todos los demás, y habían venido Marta y Javi para estar con sus padres y su abuela.

La abuela Engracia lloró de emoción cuando los niños le cantaron Los Peces en el Río; además del aguinaldo, consiguieron de Julia un chocolate bien calentito y riquísimos bizcochos. De allí fueron a casa de Clemente y Ceferina, con quienes cenaría Manolo; los tres fueron muy generosos con los cantores.

Bartolomé y Carmela cenarían ese año con el tío Pedro y la señora Juana, excelente cocinera, y a casa de éstos fueron los niños para hacer la última visita de aguinaldo. La señora Juana los invitó a unas rosquillas buenísimas. Pero aún les quedaba a los chicos su familia: tenían que cantarles unos villancicos si querían aguinaldo de ellos. Irrumpieron en la sala cantando La Marimorena al son de panderetas y zambomba. Aún tuvieron que entonar Pampanitos Verdes y Hacia Belén va una burra, antes de conseguir la propina.

Llegaba ahora la parte más emocionante: contar el dinero y repartirlo. Para hacerlo, subieron a la buhardilla.

- ...quinientas, seiscientas, seiscientas veinticinco... ochocientas, mil; mil seiscientas.

Intentaron hacer la división; como no les salía, finalmente tuvieron que recurrir a Rosa para que hiciera el reparto. La abuela dio quinientas pesetas a cada uno de sus nietos y dejó los veinte duros restantes en un bote para luego cambiarlo en monedas y repartirlo.

- O mejor me las quedo y os doy a cambio cincuenta pesetas a cada uno- dijo mientras recogía la moneda del bote y rebuscaba en el monedero lo ofrecido.

Eran las ocho de la tarde, hora de ir preparando la cena. Blanca y Pilar se metieron en la cocina, mientras los demás veían la tele. Como no estaban poniendo nada que les gustara, Clara y sus primos subieron a la buhardilla para jugar al parchís. Sonia eligió el azul; Clara, el rojo; y Rafa, el verde. Tiraron el dado por turno. Le tocaba empezar a Sonia, que había sacado un cinco; sin embargo, no fue la primera en sacar ficha: no volvió a salir un cinco hasta que Clara efectuó su tercera tirada. Cuando Rafa tenía una ficha casi en su casillero, Clara se la comió, pero luego Sonia le comió una a ella en iguales circunstancias. Estaba siendo una partida emocionante que terminó alargándose demasiado y aburriéndoles. No la concluyeron. Dejándolo todo tal como estaba, bajaron a la sala con los mayores. Faltaba muy poco para que la cena estuviera lista, ya era hora de ir poniendo la mesa. Esa tarea les tocó a ellos, pero, eso sí, bajo la supervisión de Carmen. Andrés estaba en la cocina enredando y poniendo nerviosa a su mujer a propósito, para reírse un poquito de ella; cuando consideró que era suficiente, volvió a la sala. La mesa ya estaba puesta; tan sólo faltaba la voz de mando de las cocineras instándoles a sentarse para empezar a cenar.

- Vamos, todos a la mesa, que ya está la cena- instó Carmen entrando en la sala con una enorme sopera entre las manos.

Dicho y hecho: ya había ocupado cada uno su asiento y Carmen servía el primer plato. Hubo algunas protestas; a los niños no les entusiasmaba demasiado la sopa. Pero no les quedó más remedio que comerla. Carmen fue inflexible, pero comprensiva: puso poca en los platos de los chicos. No protestaron éstos el segundo: mariscos. Como no se daban muy buena maña quitándoles el caparazón y no había nadie dispuesto a ayudarlos, tardaron un buen rato en acabar con sus respectivas raciones. Pensando en ellos, las abuelas habían frito una enorme cantidad de patatas para acompañar el asado; los mayores tendrían que tomarlo con ensalada. Pero Clara y los gemelos deseaban sobre todo que llegara el momento del postre; y llegó por fin. Rosa trajo a la mesa una fuente de macedonia y los niños quedaron un poco desencantados. El desencanto se les pasó de inmediato al oír la voz de Blanca preguntando:

- ¿Quién quiere flan con nata?

- ¡Yooooo!- gritaron los tres a la vez.

- Venid a la cocina a por ello.

Los chicos siguieron a Blanca hasta allí y volvieron con su postre. No había acabado lo bueno: aún quedaban el champán y el café para los mayores, y para todos durante el resto de la noche... polvorones, mazapanes, almendras garrapiñadas, piñones, turrón de varias clases y un montón de dulces más.

Todo era perfecto, sólo faltaba la nieve afuera.

Terminados los postres, José puso villancicos en la casete y cantaron durante un rato antes de salir para Valsoto, donde asistirían a la Misa del Gallo. Andrés y Paco decidieron no ir.

- Suegro, déjame el coche- pidió Pilar.

Andrés le tendió las llaves.

Se repartieron los viajeros en los dos vehículos -el Nissan de José, conducido por éste, y el R-19 de Andrés, con Pilar al volante- e iniciaron la marcha. Paco y su padre tenían planes para el tiempo de ausencia de la familia.

Cuando ésta llegó a la iglesia, las campanas daban el último toque. Oficiaba un cura joven, el mismo que iba cada domingo y que iría la mañana de Navidad al Villar. El sermón fue breve y alegre, él mismo lo calificó como "mensaje de esperanza". Tras felicitar la Navidad a todos los presentes y darles la bendición final, tomó entre las manos una imagen del Niño Jesús y la ofreció para que todo aquél que quisiera fuera a besarla. Se formaron dos largas filas en el pasillo central; los fieles entonaban villancicos mientras avanzaban despacio, esperando su turno para besar al Niño.

En una de las naves laterales se había instalado un belén y la gente se acercaba luego a él para verlo y rezar ante el Portal.

José y Blanca tuvieron que esperar un buen rato a los demás porque Pilar se había entretenido felicitando a sus conocidos; Rosa y Carmen, rezando en cada capilla; y los niños, yendo del lado de aquélla al de éstas.

De vuelta a casa... ¡sorpresa! Había estado de visita Papá Noel y había dejado bajo el árbol un montón de regalos envueltos en precioso papel de colores.

Si el Belén había sido el centro de la fiesta durante la primera parte de la noche, la Nochebuena, el árbol iba a serlo durante las primeras horas de la Navidad. Hacia él corrieron los niños cuando, nada más entrar, vieron los regalos.

- ¡Ahí va! Ya ha venido Santa Claus- gritó Rafa.

Buscó cada uno su nombre en los paquetes. Papá Noel no se había acordado de los mayores, y es que, claro, ellos estaban en mejor relación con los Reyes Magos, eran amigos más antiguos. Los gemelos y su prima tenían suerte: se llevaban igual de bien con el uno que con los otros y todos se acordaban de ellos.

Esta noche era el viejo Santa Claus quien les había dejado sus presentes: un traje de futbolista del Real Madrid y un balón de reglamento para Rafa, además de una gigantesca bolsa de golosinas; para Sonia había traído otra gigantesca bolsa de golosinas, una Rueda de la Moda y un precioso set escolar con cuaderno, carpeta y estuche completo; y para Clara, Santa Claus había dejado bajo el árbol varios libros infantiles, una cestilla nueva para su bici y, cómo no, una bolsa de golosinas igual que la de sus primos.

- Papá Noel se ha olvidado de Pi- dijo Sonia de pronto con un mohín picaresco.

- No- contestó José- Él tiene renos, le gustan los animales. También ha traído algo para Pi; debe de estar por ahí.

- ¿Dónde?- gritaron a un tiempo tres voces infantiles.

En lugar de responder, José propuso un juego.

- Yo sé dónde, pero no os lo voy a decir. Podéis empezar a buscar. ¿Por qué no miráis primero en tu cuarto?

Los chicos emprendieron una alocada carrera hacia la buhardilla.

- Entretenédmelos por aquí, no los dejéis salir hasta que yo no vuelva a entrar en casa.

Nadie entendía a José, nadie sabía qué tramaba, pero decidieron colaborar.

Los niños ya habían explorado arriba y bajaron a inspeccionar la planta inferior. José ya había entrado. Tardaron Clara y sus primos unos cinco minutos en rebuscar por las dependencias inferiores y no hallaron nada.

- ¿Estás seguro de que hay un regalo para Pi, papá?- preguntó Clara.

- Sí, ¿por qué no buscáis ahora fuera?- sugirió éste.

Obedeciendo la sugerencia, los chicos salieron. Se oyó ladrar a Pi y...

- ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya está!

Clara entró corriendo.

- Es la perrera, es la perrera, es nueva- decía muy excitada.

Salieron todos. Clara tenía razón. Hacía tiempo que José estaba construyendo una perrera para Pi, una bonita perrera de madera que le había costado semanas de trabajo; quería que fuera una sorpresa para su hija, así que no había dicho nada, ni siquiera se lo había contado a Pilar. No es que pensara sorprender a Clara precisamente el día de Navidad, pero cuando Sonia dijo que Papá Noel no se había acordado de Pi, se le ocurrió que no sería mala idea sorprenderla ahora y salir así del paso, de esta forma mataba dos pájaros de un tiro. La idea tuvo excelentes resultados.

Después de una noche larga y divertida, amaneció Navidad. Recibieron la visita de sus vecinos, que venían a felicitarlos, y a los cuales invitaron a dulces y licores típicos de las fechas. Y, tras la comida en familia de Navidad, la despedida.

- Hasta la semana que viene- fue el adiós generalizado.

Aún quedaban dos reuniones familiares: Nochevieja y Reyes.

Para Clara, la Nochevieja no era algo muy especial, como lo eran Nochebuena y Reyes. La víspera de Nochebuena su mayor ilusión consistía en ayudar a sus padres en la instalación del Belén y el adorno del árbol; le encantaba colocar el musgo sobre la mesa cubierta con un plástico y vestida con una bonita colcha de damasco azul y luego ir distribuyendo las figuritas, sobre todo las de los tres Magos montados en sus camellos, que colocaba siempre atravesando un puente situado sobre un río de papel plateado en el cual nadaban cisnes y patos y en cuyas orillas bebían vacas, cerdos y pollitos y lavaban las lavanderas. Muy cerca del Portal, ponía las figurillas de pastores cargados de ofrendas, y otras de pastorcillos arrodillados adorando al Recién Nacido, pobrecito, metidito en una cuna de paja y guardado por una Virgen de mirada dulce y maternal y un San José inclinado sobre su vara con cara bondadosa y emocionada, tras los cuales podía verse a los apacibles animales del pesebre: la mula y el buey; sobre el Portal, la estrella; lejos de él, un Ángel anunciando la buena nueva a unos pastorcillos que se calientan alrededor de una hoguera. Entre el Portal y la Anunciación, montañas; sobre una de ellas, el castillo de Herodes, con el rey en la puerta custodiada por dos soldados.

A Clara le fascinaban todas esas figuras de barro. Su madre le había dicho que eran muy antiguas; a ella sólo le parecían preciosas. Y tras montar el Belén, aún quedaba por adornar el árbol con bolas, cintas de colores, con cabello de ángel, con lucecitas, y coronarlo con un angelote, o con una estrella, o un Papá Noel. La Navidad era algo fantástico.

La noche de Reyes, Clara no conciliaba el sueño; lo conjuraba para que viniera porque sabía que los Magos no llegarían hasta que ella se hubiera dormido, pero le era muy difícil dormir sabiendo que la esperaban un montón de sorpresas. Se despertaba una y otra vez y preguntaba:

- Mamá, ¿han venido ya los Reyes?

Alguien en la escuela le había dicho que los Reyes Magos no existían, que eran los padres quienes compraban los regalos, pero a Clara le gustaba creer que Melchor, Gaspar y Baltasar visitaban mágicamente en su noche a todos los niños y, si habían sido buenos durante el año, les otorgaban lo que habían pedido en una carta cuidadosamente escrita y dirigida a "Sus Majestades los Reyes de Oriente", o a "Melchor, Gaspar y Baltasar. Palacio de los Reyes Magos. Oriente". Así pues, Clara dejaba junto a la chimenea su zapato; una bandeja llena de dulces, unas copas y una botella de champán para Sus Majestades, y un poquito de paja y de agua para los camellos. Cuando se despertaba por vigésima vez y Pilar o José respondían:

- Sí, baja que yo creo que ya han venido.

Clara saltaba de la cama, bajaba los peldaños de dos en dos o se deslizaba por la barandilla y entraba como un torbellino en la sala, precipitándose hacia la chimenea, impaciente por abrir los regalos y también por comprobar si los Reyes se habían comido los dulces y bebido el champán preparado para ellos y si habían repostado los camellos.

Sí, realmente era una noche especial la de Reyes, y no sólo para Clara. Había dos personas que disfrutaban tanto como ella: José y Pilar.

Nochevieja era muy corta para la niña: después de la cena familiar y de tomar las uvas, organizaban una pequeña fiesta doméstica. Si estaban sus primos, Clara lo pasaba bien y se acostaban tarde; pero cuando no venían los gemelos, se aburría enseguida y se iba pronto a la cama.

Esta vez sí estaría toda la familia para recibir el Año Nuevo.

El día 31 fue un día agitado. Pilar salió por la mañana temprano para Valsoto con el fin de realizar unas compras de última hora. Se entretuvo bastante, pues había en el mercado más gente de la que ella había esperado, y cuando llegó a casa, ya estaban allí sus cuñados y los niños. Blanca y ella fueron a la cocina, a desempaquetar las compras, mientras charlaban. Pilar tenía planes.

- ¿No os apetecería salir esta noche por ahí después de las uvas?- preguntó a su cuñada.

- Bueno, no es que esté loca por hacerlo, pero no estaría mal, por ser Nochevieja. Si los abuelos quisieran quedarse con los críos... Pero, claro, hay que contar con ellos, no podemos decir "Nos vamos, ahí os quedáis con los nietos".

- Por eso no te preocupes. Yo me camelo a mi madre y, si hace falta, también a mis suegros.

- Andrés es fácil de convencer, está ñoño con sus nietos, pero Rosa... ya es distinto. Bueno, vamos a ver cómo lo hacemos, pero hay que camelarse a los abuelos para que se queden con los niños.

Esta intriga casi infantil que habían urdido, las divirtió mucho. A la primera ocasión, dieron cuenta de ella a sus maridos. Y aquí tocaron con un escollo con el que no habían contado: ni Paco ni José estaban dispuestos a ir de fiesta a Valsoto. Les llevó media hora convencerlos, pero al fin cedieron y se unieron al plan.

A las cinco en punto de la tarde, llegaron Andrés, Rosa y Carmen. Tras los saludos, Pilar inició un ataque solapado contra su madre y terminó consiguiendo que Carmen le propusiera:

- Hija, es Nochevieja. Podíais ir esta noche por ahí. A mí no me importa quedarme con los niños.

Pilar se hizo rogar un poco para conseguir que su madre insistiera hasta que le pareció conveniente aparentar que cedía, pero sin mostrar entusiasmo.

- Sí, tienes razón. Total, una noche al año... Se lo diré a José y a mis cuñados, a ver qué les parece- aceptó sin poder evitar que una lucecilla traviesa hiciera brillar sus ojos.

Por su parte, Blanca había seguido la misma táctica con su suegra, pero antes se lo había propuesto abiertamente a Andrés y había dejado que éste, después de aceptar, le sugiriera seguirla para ganarse a Rosa. Así pues, Andrés conocía parte de la conspiración y se unía a ella de muy buena gana.

Los dos jóvenes matrimonios habían ganado la batalla a base de psicología. Aquella noche iban a divertirse a lo grande.

Llegó el momento de la cena y, tras ella, lo más emocionante: las doce campanadas para anunciar a todos la entrada triunfal del nuevo año, y una uva por cada campanada para que éste trajera suerte. Sólo Paco y Carmen consiguieron seguir el ritmo del reloj y comer todas las uvas. Los demás tuvieron que conformarse con engullirlas como pudieron cuando ya hacía al menos el tiempo de cuatro campanadas que había sonado la última. A la dificultad natural de comerlas a toda prisa, se unía la imposibilidad de hacerlo riendo.

Y ahora, un brindis por el Año Nuevo. Chocaron las copas llenas de cava (de sidra las de los niños) y bebieron hasta acabar dos botellas.

- Bueno, vámonos ya- apremió José.

- Vamos; nosotras ya estamos listas- respondió Pilar.

Mientras ellos se divertían en Valsoto, los abuelos verían el programa de la tele y los niños jugarían sentados sobre una manta extendida junto a la chimenea.

José, su mujer, Paco y Blanca llegaron al pueblo vecino muy animados.

Pilar conocía, por referencias, el lugar en que se celebraba una fiesta a la que había acudido gente de su edad, y allí se dirigieron. Lo pasaron bien durante unas horas, bailando, conversando, bebiendo más de lo que acostumbraban. Pero al cabo de ese tiempo, empezaron a aburrirse y decidieron cambiar de ambiente.

- Bueno, ¿adónde vamos ahora?

- A la discoteca, a recordar viejos tiempos- repuso Pilar a su cuñado.

- A mi edad voy a ir yo a reverdecer laureles...- protestó éste.

- Mira el carcamal, y acaba de cumplir los treinta y ocho... Pues claro que vamos a la discoteca. Venga, cuñada, tú guías- contestó su mujer.

- Muy bien, pues todos arriba, que nos marchamos- animó José, abriendo la puerta del coche- Y conduce tú, que yo estoy un poco contento.

Pilar se sentó al volante y condujo hasta el aparcamiento de la discoteca; estaba a rebosar, tuvo que salir y dejar el coche en una callejuela cercana. El acceso al local ya era gratuito. Entraron: impresionante; había tanta gente que moverse resultaba peligroso para la integridad física. Pero no se volvieron atrás: allí se quedaron el resto de la noche y se marcharon con la sensación de que había valido la pena. Un reconfortante chocolate con churros les dio energía para regresar a casa. Cuando llegaron al Villar, hacía horas que brillaba el sol.

Ellos pasaron la mañana durmiendo; y sus padres e hijos, tratando de no alborotar mucho para no despertarlos.

Fue una gran Nochevieja y una gran resaca de Año Nuevo.

Para celebrar Reyes, la tarde del día cinco vinieron Paco y Blanca con los niños. Fueron todos a Valsoto para ver la cabalgata. Rafa consiguió coger muchos caramelos de los que iban lanzando los pajes. La cabalgata avanzaba camino de la plaza de la iglesia. Allí subirían Melchor, Gaspar y Baltasar hasta los tronos dispuestos para ellos y escucharían los deseos de los niños. Clara, Sonia y Rafa se colocaron en la fila y aguardaron su turno. Una vez arriba, Clara se acercó al Rey Baltasar, su favorito; Melchor tendió la mano a Sonia, y Gaspar indicó a Rafa con un gesto que se aproximara. Mientras respondía a las preguntas de Sus Majestades ("¿Cómo te has portado este año, vamos a ver?". "¿Has sido obediente?" "Muy bien, ¿qué te gustaría que te dejáramos esta noche?"), un fotógrafo disparaba su cámara.

- Así que a veces te has portado mal... bueno, bueno. Prométeme que este año serás mejor.

- Sí- contestó Rafa al Rey Gaspar.

- A ver, dime ahora qué te gustaría que te regalara.

- Un supernintendo.

- ¿Nada más?

- Sí, pero si no puede ser, lo que más quiero es eso.

- Está bien; esta noche acuéstate temprano y a ver qué podemos hacer.

Clara le pidió al Rey Baltasar una muñeca de nombre raro y su correspondiente vestuario, después de reconocer que no siempre se había portado bien y de prometer que sería muy buena de ahora en adelante. Sonia le contó al Rey Melchor que a veces peleaba con su hermano y le dijo que ya no lo haría más, si Rafa no volvía a meterse con ella. Cuando el anciano Rey le preguntó qué regalo deseaba, Sonia le pidió una casa de muñecas.

Los tres Magos despidieron a los niños con un beso cariñoso. Volvieron éstos a casa muy contentos. Pilar preparó chocolate y lo tomaron calentito con los churros que habían comprado en Valsoto antes de regresar. Esa noche, los niños se fueron temprano a la cama, pero no para dormir: hablaban y hablaban sin parar, hasta que Blanca les dio un toque de atención, luego otro, y otro, y, finalmente, el de queda.

Con la misma regularidad que la alarma de un reloj, sonaban sus voces cada hora preguntando si ya habían venido los Reyes. Eran las ocho de la mañana cuando oyeron por fin la ansiada respuesta:

- Sí.

Con celeridad de récord, bajaron a la sala y se precipitaron hacia la chimenea, donde habían dejado sus zapatos y ahora estaba un montón de paquetes llamativamente envueltos; cada uno tenía una etiqueta con el nombre del destinatario. Los niños no atinaban a abrir sus regalos. Rafa luchaba con el papel de un gran paquete; cuando consiguió abrirlo...

- ¡Ahí va! Un escalextric de tres pistas, guay, guay, guay.

Con su segundo regalo tuvo menos dificultad.

- ¡¡El supernintendo!!

Estaba como loco.

Y como locas estaban Clara con su Barbie, vestuario incluido, y Sonia con su casa de muñecas.

Además, a Clara le habían traído un juego de adivinanzas, un precioso estuche y algunos libros de la colección que había empezado. Y a Sonia, un miniórgano con algunas partituras y una colonia.

Los Reyes no habían podido ser más generosos. Y aún faltaba por ver qué les habían dejado en casa de los abuelos. Había hoy regalos también para los mayores: un perfume y un libro para Pilar, una caja nueva de herramientas y una bufanda para José; a Blanca le habían dejado una pañoleta y una gargantilla; y a Paco, un batín y una pipa.

- Bueno, ¿no tenéis hambre? Vamos, todos a desayunar. Hay rosquillas y... ¡churritos! Ración doble para el que se siente primero- animó José, muy bromista.

Siguiendo la broma, todos corrieron hacia la mesa, cada uno con la intención de llegar antes que los demás. Hasta los mayores participaron en la carrera. Y todos ganaron, a juzgar por la ración doble que tomó cada uno.

A mediodía, cuando ya los chicos conocían bien sus juguetes, llegaron los abuelos, y con ellos, nuevas sorpresas.

- Abuelo, ¿qué me han dejado en tu casa?- preguntó Rafa.

Andrés, poniendo cara compungida, repuso:

- Pues... me dijeron que, como siempre haces rabiar a tu hermana, sólo te dejaban esto.

Y le tendió un saquito en el que podía leerse el rótulo CARBÓN. Rafa no supo cómo reaccionar, se quedó paralizado.

- Pruébalo- le dijo su abuelo sonriendo.

- ¿Qué?

- Que lo pruebes. Come un poquito.

El niño creía no haber entendido.

- Vamos, haz lo que te digo- le animó Andrés, casi riendo.

Rafa obedeció y...

- ¡Anda! Pero si es de caramelo...

Y se echó a reír mientras partía un buen trozo para lamerlo.

- También hay para vosotras- dijo Andrés a las niñas.

- Para ti -le dijo a Sonia- carbón por ser algunas veces un poquillo egoísta y quejica.

Sonia protestó, pero cogió su saquito.

- Y para ti, porque a veces eres un poquillo desobediente y perezosa- reprendió a Clara.

Ésta se puso colorada y tomó el saquito de carbón.

- Pero... ¡ah!... Pero como sois buenos chicos, a pesar de esos defectillos, también os han dejado algunos regalos.

Se produjo entonces un nuevo intercambio de obsequios, porque también los había aquí para los abuelos: un equipo de pesca para Andrés ("Será para que lo utilices esa semanita que vas a pasar con nosotros", conjeturó José); para Rosa, un juego de café; y un costurero antiguo de madera para Carmen.

Los niños desviaron su interés hacia los regalos recién recibidos y pasaron un largo rato entretenidos con ellos.

La mañana, con tantas emociones, transcurrió sin dejarse sentir. Para recuperarse, después de tanta excitación, nada mejor que una suculenta comida, como la que Pilar sirvió cuando consiguió que todos se sentaran a la mesa y dejaran por un momento sus regalos.

La cocinera recibió felicitaciones.

Y tras la comida especial, el tradicional roscón de Reyes. Nadie podía negarse a tomarlo porque todos debían arriesgarse a que les tocara en suerte la prenda escondida entre la masa. Así pues, mientras Pilar llenaba de café las tazas, Blanca iba partiendo una porción para cada uno.

Todos mordían con precaución hasta que sonó la voz de Rosa

- Aquí está.

y los liberó del temor a darse de dientes con la prenda.

Puesto que Rosa había sido la desafortunada, Rosa debía pagar el roscón.

Como eran una familia de golosos, tenían otro reservado para la merienda. Este segundo roscón corrió por cuenta de Rafa (o sea, de Paco, que era la fuente de ingresos del chico). Cuando mordió su trozo, topó con una mascarita de plástico metida en una bolsa. Rafa fue el blanco de las burlas familiares durante unos minutos.

Pi ladraba instalado en su perrera nueva, exigiendo su parte de roscón. Clara le sacó un trozo remojado en leche y se quedó acariciándolo mientras lo comía. Pi lo terminó de un bocado y ladró de gusto. Clara volvió a la casa.

Los tíos y los abuelos ya recogían sus abrigos y sus regalos preparándose para partir. Los gemelos remoloneaban un poco.

- Venga, que se hace tarde. Coged las cosas y vámonos- los apremió Blanca.

Obedecieron los niños la voz de mando, pero demorándose en la reunión de sus regalos.

A pesar de todo, no podían aplazar indefinidamente el momento de la partida, por muy despacio que recogieran sus pertenencias. Y ese momento llegó.

Se oyó rugir el motor del Ford y luego respondió el del R-19. La familia se iba ya.

Clara entró en casa y pensó que había sido una Navidad estupenda. Y ya su cabecita se aplicó a imaginar una nueva visita y nuevas diversiones.

- En las vacaciones de Semana Santa van a venir los primos, ¿verdad, mamá?


Y PARA TERMINAR...

Sí, así fue la Navidad pasada. Y así es mi hija, siempre dispuesta a divertirse, no siempre tan dispuesta a estudiar.

José ha ido ya a recogerla y los espero de un momento a otro. Es muy posible que mi hija traiga hoy a alguna amiga suya para pasar la noche. Otras veces es ella quien se queda a dormir en casa de alguna compañera. A quien más trae y con quien más va es Ana, su mejor amiga. Están las dos en la misma clase y se sientan juntas; se llevan muy bien, aunque a veces se enfadan y entonces Clara viene a decirme lo tonta o lo mandona que es Ana. Lo cierto es que son inseparables.

Oigo ya el coche. Y voces infantiles. Como había supuesto, Clara trae compañía.

- Mamá, ya estamos aquí. Viene Ana a quedarse- me grita desde la sala.

En este momento, siento deseos de que mi hija no crezca nunca, y de permanecer siempre en este pueblo semiaislado donde somos tan felices como se puede ser, a pesar de los momentos amargos que alguna vez interrumpen esa felicidad. Supongo que es un sueño imposible, pero intento no pensar demasiado en que esto no va a durar siempre: algún día mi hija crecerá y aun antes de que eso suceda, José acabará el proyecto, conseguirá otro trabajo y tendremos que marcharnos para empezar de nuevo en otro lugar.


FIN

29 de Octubre de 1.993

RAQUEL MÉNDEZ PRIMO